Europa es resisteix a parlar català

LV, 31-V, F. García.

La diplomacia española lucha a brazo partido para que el futuro tratado constitucional de la Unión Europea reconozca la lengua catalana de forma digna. No lo tiene fácil. La mayoría de los 25 países miembros acepta la minimalista propuesta de la presidencia irlandesa para que el reconocimiento de este idioma, así como del euskera, el gallego y otros con carácter cooficial cuyos estados quieran impulsar, se limite al simbólico derecho a contar con una traducción oficial de la propia Constitución. Gran parte de los socios, en particular Francia, se niegan por ahora a que, como el Ejecutivo de Madrid ha pedido, el catalán se equipare en la práctica al irlandés o gaélico, de forma que cualquier ciudadano pueda consultar y obtener respuesta de las instituciones comunitarias en aquel idioma.

La Unión ampliada tiene, y en principio seguirá teniendo, veinte lenguas oficiales en las que los representantes políticos y los ciudadanos pueden expresarse ante las instituciones. Son el inglés, alemán, francés, italiano, español, neerlandés, griego, portugués, sueco, danés, finés, polaco, checo, eslovaco, húngaro, estonio, letón, lituano, esloveno y maltés. Aunque jurídicamente todos los idiomas oficiales lo son también “de trabajo” y por tanto gozan de la prerrogativa de traducción obligatoria de todos los documentos que emite la Unión, en realidad sólo el inglés, el alemán y el francés se utilizan en todos los casos. Así, por ejemplo, la mayoría de las informaciones que se ofrecen a los medios de comunicación, verbalmente o por escrito, se difunden únicamente en esas tres lenguas.

Los tratados de la UE recogen además la categoría de las “lenguas auténticas”, que son las oficiales más el gaélico. Éste es el primer idioma oficial de Irlanda aunque se hable mucho menos que el inglés, que en teoría es allí segunda lengua. Los irlandeses no sólo cuentan con una versión de los tratados en gaélico, sino que pueden comunicarse en dicha lengua con cualquier órgano comunitario. Es ésta la opción que el Gobierno eligió como modelo de referencia en su demanda para las lenguas cooficiales de España, aunque con dos diferencias poco relevantes en la práctica pero legalmente sustanciales: mientras que el gaélico aparecerá explícitamente citado en la Constitución, el catalán no lo estará porque el Gobierno español se conforma con una alusión genérica a las lenguas cooficiales, y mientras que los irlandeses podrán tomar su versión del texto constitucional como referencia plenamente válida para pleitear contra la Unión, la traducción catalana no otorgará ese derecho.

Caso aparte es el del luxemburgués, hablado por unas 360.000 personas y cuya oficialidad en el pequeño ducado data sólo de 1984, pues hasta entonces era considerado un dialecto del alemán. El luxemburgués goza de un mínimo reconocimiento que afecta a los programas universitarios y de ayuda a los estudiantes de la UE. Si Madrid no lograra arrancar para el catalán las prerrogativas prácticas que ahora tiene el gaélico –con las salvedades citadas–, podría intentar al menos igualarlo a la minoritaria lengua ducal.

El alambicado sistema lingüístico de la Unión es además poco coherente. Si bien la Comisión y el Consejo siguen más o menos las mismas reglas, la Eurocámara va a su aire. Y lo hace en el sentido más positivo y aperturista. Y es que en el Parlamento Europeo el catalán goza de un amplio reconocimiento cotidiano, sobre todo desde que en 1990 todos los grupos aprobaron una resolución que promueve su uso y difusión, y que ya reclamaba la traducción de los tratados y textos fundamentales del club comunitario a esta lengua. Cuando Jordi Pujol escribía al presidente Pat Cox en catalán y en inglés, éste le respondía siempre en catalán. Y cualquiera puede preguntar y obtener contestación de la institución en el mismo idioma. Los folletos divulgativos del Parlamento se editan asimismo en catalán, única lengua no oficial que tiene su propia versión de un exitoso cómic explicativo de los derechos ciudadanos ante la UE titulado “Las aguas turbulentas”.

La reivindicación del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero a favor del reconocimiento del catalán en Europa choca con dos obstáculos. El primero y más importante lo constituyen las reticencias de muchos socios que no sólo temen la multiplicación de reclamaciones parecidas en sus propios estados y en otros, sino que desearían incluso una drástica reducción del número de idiomas oficiales. El segundo problema es de tiempo: España planteó su demanda el pasado 4 de mayo, cuando las negociaciones sobre la Constitución estaban ya muy avanzadas y seguían presentando demasiados frentes abiertos como para abrir otro más, y no precisamente simple sino más bien vidrioso y delicado.

El ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, continúa estos días tratando de convencer a la presidencia y a los socios más reticentes para que acepten sin rebajas su demanda sobre el catalán. Salvo que la Constitución vuelva a encallar en la arena del egoísmo nacional de los estados miembros, como ocurrió en diciembre, la cumbre que los líderes de la Unión celebrarán el 17 y 18 de junio será la última oportunidad para que, en un plazo razonable, Europa escuche y responda en catalán.


Perdidos en la traducción.

El debate sobre el reconocimiento del catalán en Europa coincide con una verdadera crisis de la traducción e interpretación en las instituciones comunitarias. Cuando ya la ampliación de 15 a 25 países y de 11 a 20 lenguas es un hecho desde hace un mes, los funcionarios de la Unión Europea siguen sin dar abasto para trasladar a todos los idiomas los miles de documentos que cada día lanza la sensacional maquinaria burocrática que es la Unión Europea. El 1 de mayo, día de la incorporación de los diez nuevos socios, ninguno de ellos contaba con la traducción completa a sus lenguas de las 85.000 páginas correspondientes a las leyes fundamentales de la UE. La cola de documentos por traducir, actualmente de 60.000 páginas, aumentará en tres años hasta las 300.000 si no se adoptan soluciones drásticas. Por ello, la Comisión Europea dio el pasado miércoles la orden de limitar a un máximo de 15 folios la extensión de los informes no esenciales del Ejecutivo comunitario. La interpretación también da problemas. Sencillamente, las cabinas de traducción simultánea para los nuevos idiomas no están a punto. La falta de diligencia llega al colmo en el caso del maltés, lengua oficial en Europa pese a que sólo una parte de los 400.000 habitantes de la isla la hablan: los malteses han sido incapaces de aportar un solo funcionario intérprete que haga el trabajo; la Comisión convocó una oposición, pero todos los aspirantes suspendieron.