En Berehove, una ciudad de la región de Zakarpatia, situada en la frontera con la Unión Europea [en la frontera con Hungría], cientos de gitanos viven tras un muro de hormigón. En chabolas de madera y tierra, en medio de una miseria indescriptible.
Aquí, las familias numerosas viven en habitaciones con un olor pestilente. Tapan las paredes enmohecidas y destrozadas con harapos y cartones. Los techos están llenos de agujeros, el suelo es de tierra batida y unos trozos de plástico hacen las veces de ventanas. Según las organizaciones de derechos humanos ucranianos, esta comunidad tan sólo es un motivo de vergüenza para el resto del mundo.
Justo antes del comienzo de la Eurocopa 2012, se quemó un campamento de gitanos en el barrio HLM de Bereznaky, en Kiev. Probablemente porque los habitantes habían construido sus chabolas cerca de las vías de tren por las que tenían que pasar miles seguidores de los equipos de fútbol.
400.000 gitanos viven en Ucrania
Pero incluso en los guetos cerrados, donde se encuentran “entre ellos”, los gitanos ucranianos tampoco tienen una vida fácil. Los que viven en Berehove duermen en camas superpuestas, fabricadas con heno, cartones y andrajos. En los patios repletos de basuras y en medio de un desorden increíble, hierven un infame guiso de verduras y carne a ras del suelo, en grandes calderos suspendidos sobre el fuego.
Los perros vagabundos llegan a olfatear libremente las tortas de patatas tiradas por el suelo. Lavan la ropa en aguas sucias. “Pero aquí por lo menos nadie viene a echarnos”, afirman los habitantes.
El único signo de civilización son los teléfonos móviles y las antenas parabólicas sobre los tejados destrozados.
“Cocinamos con agua sucia y apestosa. Todos los niños tienen diarrea. Rogamos que por lo menos se instale una bomba de agua”, comenta Aranka, que vive en la “reserva” de Berehove con sus ocho hijos. Tanto adultos como niños sufren disentería y tuberculosis.
Las chabolas están repletas de ratas, que los habitantes se esfuerzan en cazar enviando a los gatos famélicos que a menudo tienen atados. Todos, tanto jóvenes como mayores, combaten los piojos tiñéndose el pelo de rojo brillante.
Según las estadísticas de las organizaciones gitanas, en Ucrania viven cerca de 400.000 gitanos. Pero según Rudolf Papp, consejero municipal de Berehove, resulta difícil determinar el número exacto incluso en esta pequeña aldea. Porque en su incesante búsqueda de una vida mejor, las familias van y vienen constantemente.
"Tenemos los mismos derechos"
Para muchas, las únicas fuentes de ingresos son las prestaciones sociales, como la prima por nacimiento, las asignaciones de paternidad y las jubilaciones de los miembros de más edad de la familia. Pero en Ucrania, muchos gitanos no poseen documentos de identidad. Por lo tanto, no pueden beneficiarse de los subsidios.
Los gitanos no se quejan de esta vida “detrás del muro”. Según Papp, el hecho de que la aldea esté aislada con un muro es algo positivo, tanto para la comunidad gitana como para la población local. Nadie les obliga a quedarse allí, pueden circular con libertad.
“Tenemos los mismos derechos que los ucranianos y los húngaros. Los niños pueden ir al colegio y las mujeres dar a luz en los hospitales”, afirma Papp. Sin embargo, admite que son pocos los que se aprovechan de estas ventajas.
En su opinión, la principal dificultad estriba en el hecho de que los hombres no lleguen a encontrar trabajo por su etnia. Por lo tanto, en muchas ocasiones, los que alimentan a las familias son los niños que mendigan y las mujeres mayores que “trabajan” en los mercados o en las estaciones de tren. Una parte de los gitanos vive del comercio de la droga. En su caso, los campamentos rivalizan en lujo. Viven en casas rodeadas de muros y conducen limusinas.
Para Vitali Kulik, director del Centro de Investigación para la Sociedad Civil, la integración de los gitanos en la sociedad constituye un gran problema. “En la época soviética, las autoridades intentaron actuar al respecto trabajando con los llamados barones. Pero estos procedimientos informales fracasaron y esto dio lugar a una criminalización aún mayor de esta comunidad”, explica.
El romanticismo hace tiempo que se acabó
Según los defensores de los derechos humanos, los gitanos en Ucrania constituyen una comunidad totalmente desamparada, de la que no se preocupa nadie. Tal y como explica Volodymyr Batchayev, del Observatorio Ucraniano de Derechos Humanos, citado por Radio Liberty, “Es un pueblo olvidado. El Gobierno no quiere ocuparse de ellos, porque la solución que habría que aplicar tendría un coste demasiado elevado. Se les considera un grupo étnico marginal”.
En la época soviética, las autoridades intentaron integrar en la sociedad a los gitanos a la fuerza. Se prohibió el nomadismo, se obligó a los niños a ir a colegio y los hombres recibieron un trabajo, sobre todo en la agricultura.
Se ha producido una serie de acciones para fomentar la cultura gitana. La película del realizador moldavo Émile Lotianu, Los gitanos van al cielo, rodada precisamente en estos pueblos de Zakarpatia, llegó a convertirse en una película de culto.
Pero el romanticismo cinematográfico hace tiempo que abandonó los campamentos de gitanos. Hoy impera en ellos la criminalidad y la miseria. Al igual que en el resto de países europeos, la sociedad ucraniana desprecia a los gitanos. Hoy, sólo los grupos de música tradicional cíngara que tocan en los restaurantes generan cierta simpatía.