Dolors Folch: Marco Polo
Dolors Folch: “Marco Polo”, National Geographic, 2008.
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MARCO POLO
Dolors Folch
National Geographic, 2008
Algunos viajes del mundo antiguo y medieval dejaron una huella indeleble en el imaginario colectivo del mundo del que partieron: el de Xuanzang para China, el de Marco Polo para Europa y el de Ibn Battuta para el Islam tenían en común no sólo la longitud y el exotismo de sus itinerarios, sino, ante todo, el hecho de haber dejado una narración escrita, lo bastante concreta como para interesar a reyes y mercaderes, y lo bastante fantástica como para encender la imaginación de audiencias mucho más amplias, y ello a pesar de que durante siglos hubo que copiarlas a mano una y otra vez. La de Marco Polo, quizás porque fue acicalada por un narrador profesional que compartió cárcel con él, despertó desde el primer día una mezcla de fascinación e incredulidad que aún la acompaña. Pero el Libro de las Maravillas – o Il Milione como lo apodaron sus contemporáneos quizás para insinuar que era un mar de patrañas – fue a América con Colón, que nunca dejó de buscar el Cathay y el Cipango de Marco Polo, y fue leido y releido incansablemente por los primeros colonizadores portugueses y castellanos en tierras de Oriente.
En realidad, todo empezó con las Cruzadas y con las dificultades económicas que éstas acarrearon a quienes las financiaban. El giro decisivo vino con la cuarta Cruzada, cuando un grupo de cruzados sin fondos pidió a Venecia – muy interesada por el aumento de los tráficos que las Cruzadas estaban generando en el Mediterráneo – que financiara las naves de la expedición a cambio de una participación en las ganancias. La Cruzada, que nunca llegó al puerto de Jerusalen, saqueó primero Hungría para refinanciar la expedición y se apoderó finalmente de Constantinopla, saqueándola a conciencia: los caballos de bronce de la basílica de San Marco en Venecia llegaron fletados desde el Hipódromo bizantino. Todas las firmas comerciales venecianas abrieron sucursal en el barrio veneciano de Constantinopla: los Polo, una firma familiar con fuerte temperamento empresarial y liquidez moderada, se instalaron allí, entrado así en contacto directo con el río de riquezas que llegaba de Oriente. Los Polo, si hemos de juzgar por sus movimientos y por el texto que nos legaría Marco, eran gentes sin grandes principios y de pocas devociones: detestaban a los musulmanes porque les hacían la competencia, toleraban a los judíos porque les eran útiles, y hacían oídos sordos a las bulas papales contra los tártaros, el nombre genérico con que la edad media designó a los mongoles, para insinuar que habían salido del Tartarus, el infierno.
Cuando la situación en Bizancio empezó a perder estabilidad, los hermanos Polo – Marco el Mayor, Niccolo, y Matteo – abandonaron el cómodo enclave de Constantinopla, desde donde podían ir y venir de Venecia con alguna frecuencia – y se reubicaron más al norte, en Crimea, en el puerto de Soldaia, emporio principal de todos los comerciantes de la región. Venecia quedaba ahora más lejos y el interés de los hermanos se tensaba cada vez más hacia los nuevos caminos que el saqueo sistemático de los mongoles había abierto por toda Asia. Aunque en las primeras décadas de la conquista los mongoles deportaron miles de artesanos a Karakorum, no tardaron en optar por hacerlos producir intensamente en su lugar de origen: a finales del siglo XIII largas caravanas de camellos repletas de sedas, cerámicas, algodones, perfumes y productos medicinales cruzaban incansablemente los grandes espacios de Asia. A principios de los 60, Niccolo y Matteo decidieron sumarse a las caravanas que, bajo la fórmula del comercio tributario, se dirigían a la corte del más occidental de los khanes mongoles, Berke, el khan de la Orda de Oro. Los regalos de los venecianos satisficieron al Khan, que a su vez los colmó de bienes con los que negociar.
Estimulados por los beneficios obtenidos y alarmados por las inquietantes noticias que les llegaban desde Constantinopla sobre las tribulaciones de los usurpadores venecianos, los dos hermanos optaron por no regresar y por continuar en cambio hacia Asia Central, siguiendo el tramo más septentrional de la ruta de la seda. Pero la guerra que estalló entre dos de los grandes clanes mongoles, el de Berke y el de Hulagu, los atrapó en el corazón de Asia y les obligó a permanecer tres años en Bujara, en el actual Uzbekistan: el tiempo se dilatará siempre en manos de los Polo. No eran ni de lejos los únicos europeos que surcaban las nuevas rutas de Asia. Dos grandes viajeros anteriores a ellos, Plano Carpini y Rubruck, dejaron constancia expresa de un pulular constante de rusos, alemanes, italianos y franceses, por todas las rutas de Asia, las mismas que desde hacía casi mil años trillaban ya los monjes nestorianos en su incesante caminar de monasterio en monasterio entre Bizancio y Chang’an, la gran capital de los sucesivos imperios chinos. Entre los servidores de los mongoles había muchos francos, pero, sobre todo, había muchos musulmanes, procedentes mayoritariamente de Persia y Asia Central: probablemente hubo más extranjeros en China en esta época que en ningún otro período de su historia. Y también hubo más gente que nunca moviéndose por Asia: el Ilkhan Hulagu hizo venir a su recién conquistada Bagdad a 1.000 expertos chinos en pólvora y artillería.
Cuando el propio Ilkhan Hulagu pasó por Bujara en ruta haca la corte del Gran Khan, los Polo, y probablemente algunos más, decidieron seguirle, estimulados por la afirmación de Hulagu de que el Gran Khan no había visto nunca latinos y estaría encantado de hacerlo. Tardaron un año en cruzar el Pamir, entre grandes nevadas y ríos desbordados y, hacia 1265, Niccollo y Matteo llegaron finalmente a la corte de Kubilai Khan en Shangdu – la ciudad que inspiraría el mítico poema de Coleridge sobre Xanadu. Poco sabemos de su estancia, ya que Marco Polo dedica sólo los primeros capítulos de su libro a todo el viaje de los hermanos Polo, pero hay que suponer que el Khan les brindaría una atención distraída: interesado por el hecho de que los venecianos pertenecieran a una organización eclesiástica ligeramente distinta de la ya conocida de los nestorianos, pero absorto en la conquista de la China del sur, el riquísimo imperio Song.
Los Polo debían ser suficientemente hábiles como para ganar una cierta influencia cerca de Kubilai: acostumbrados como estaban a maniobrar entre iglesia, monarquías, aristocracias y repúblicas comerciales, el haber de satisfacer a tantos señores y repartir tantas lealtades les dio sin duda la flexibilidad necesaria para moverse cómodamente también por las tierras del Gran Khan. Cuando, tras una estancia de tres años, se decidieron finalmente a partir, Kubilai les dió las cartas necesarias para garantizarles un regreso cómodo y barato – ya que el salvoconducto del Gran Khan implicaba que se les diera todo el alojamiento que necesitaran, las naves, los caballos y los hombres para escoltarlos de un país a otro - y les pidió que regresaran con un poco del aceite del Santo Sepulcro – al que sin duda atribuía poderes mágicos - y cien monjes de su religión capaces de argumentar bien: las grandes discusiones públicas entre monjes son una característica distintiva, y a menudo muy violenta, de la religión en Asia Central, pero Kubilai debía quererlos también para añadirlos a su corte en calidad de funcionarios capaces, por la misma razón por la que se rodeaban de nestorianos y musulmanes.
En 1269 los Polo regresaron a Venecia: allí se encontraron con que la mujer de Niccolo había muerto y le había dejado un hijo de 15 años, el joven Marco, al que Niccolo no había visto jamás. Un par de años en Venecia a la espera de que se nombrara un nuevo Papa que pudiera concederles los cien monjes y el óleo sagrado que les había encargado Kubilai debieron permitir que el joven Marco se incorporara a la empresa familiar: también permitieron que Niccolo se casara de nuevo y volviera a dejar a su nueva mujer embarazada antes de volver a partir, con el santo aceite y muchos menos monjes de los previstos, dos en lugar de cien. Hay que decir que cuando menos uno de ellos, el dominicano Guillermo de Trípoli, era un reputado y respetado experto en el Islam: aun así, ambos les abandonarían en cuanto atisbaron el menor conflicto. El acceso de los Polos al nuevo Papa – que fue quien les concedió el óleo y los monjes – indica también que les aureolaba ya un notable prestigio: Marco no se sumaba a una expedición cualquiera.
Tras un largo viaje de cuatro años que los llevaría por todo el Oriente Medio y Asia Central – y que constituye la primera parte del libro de Marco Polo -, en 1275 la familia llegó finalmente ante el gran Kahn que, siempre según Marco, tomó tan gran afición por el más joven del grupo que le mandó de inmediato a las tierras del sudoeste recientemente incorporadas al imperio: por ello Marco habría cruzado toda China hasta llegar a Pagan, en la remota Birmania. En 1292, tras diecisiete años en China, los Polo salieron de ella por mar con el encargo de entregar una jovencísima princesa mongol al Ilkhan de Persia y en 1295 regresaron de nuevo finalmente a Venecia. Aquí terminaron las aventuras exóticas de Marco y su familia: se casó, tuvo tres hijas, y llevó la misma vida que sus conciudadanos, atendiendo a sus negocios, litigando con sus agentes y prestando sus servicios a la República en sus frecuentes conflictos con sus rivales. Fue probablemente en uno de éstos cuando cayó en manos de los genoveses y pasó cerca de un año prisionero en Génova, entre 1298 y 1299, en compañía, entre otros, de un autor de romances caballerescos, Rustichelo de Pisa, un hombre leído y experimentado también en pugnas y viajes: había participado en la novena cruzada. Fue éste quien hilvanó y embelleció las historias que Marco le fue contando durante su cautiverio. Marco viviría aún 25 años más, y moriría en 1324 con 69 años, redactando testamento – en el que lega varias posesiones de origen mongol, ninguna demasiado valiosa - a favor de sus tres hijas, y afirmando – según cuenta su leyenda - que no había contado ni la mitad de lo que verdaderamente había visto.
Su libro, si dejamos a parte la introducción - que recoge el viaje de los hermanos Polo - y los capítulos finales - que narran aburridas e interminables batallas - lo forman claramente tres partes: la primera, que narra el viaje de ida por Oriente Medio y Asia Central, y la tercera, que se centra en el de vuelta por la India y el océano Índico, son de fluidez parecida. Ambas siguen los pasos de Marco y narran tanto los lugares que visita como las leyendas que envuelven los territorios más o menos cercanos a su itinerario, recogiendo de paso una información considerable sobre lugares tan remotos y dispares como los desfiladeros del Karakorum o la fauna tropical de Zanzíbar y Madagascar.
La segunda, dedicada a China, es de tono completamente distinto. El hecho de que sea más sobria y esté menos plagada de historias maravillosas debe atribuirse sin duda más a Rustichello que a Marco: el pisano, que conocía bien el Próximo Oriente de sus años de cruzado, debió añadir su propio lote a la narración original, mientras que al llegar a China – cuando Marco entra en un mundo totalmente nuevo - se vio forzado a enmudecer. El gran protagonista, y el que confiere al libro una cierta aura romántica, es sin duda el Gran Khan, del que Marco ensalza incansablemente las nobles virtudes e inextinguibles riquezas: viniendo de la Venecia del Dogo, Marco era muy sensible a los rituales del poder. Pero lo que dio fama perdurable al libro es la descripción una por una las ciudades grandes y menores del fabuloso Cathay, la China de Marco Polo. Su descripción de Khanbalic – la ciudad del Khan, la actual Pequín -, de Quinsay – Hangzhou, la que había sido capital de los Song del Sur -, y de Zayton – Quanzhou, el gran puerto del Fujian en la costa sudoriental de China -, cautivarían la imaginación europea de la Alta Edad Media y el Renacimiento. Y con razón: si comparamos, por ejemplo, la descripción de Hangzhou (Quinsay) que nos dejó Marco Polo con la que Oderico de Pordenone (principios del XIV) e Ibn Battuta (mediados del XIV) hicieron de la misma ciudad, la de Marco Polo es mucho más brillante, completa y convincente. Y más universal: tanto Oderico de Pordenone como Ibn Battuta – como, antes de ellos, los otros grandes viajeros medievales – se mueven en circuitos mucho más cerrados que el joven veneciano, proporcionando a menudo más referencias sobre los correligionarios que les albergan que no sobre los chinos.
Después de narrar brevemente el primer viaje de los Polo, el libro se centra ya por completo en el gran viaje en el que participaría Marco. Tras recoger el sagrado óleo y los monjes en Acre – auténtica capital de los cristianos en Tierra Santa y que contaba con un barrio veneciano propio -, los Polo, esta vez con Marco, se dirigieron hacia Layas, cerca de la actual Antioquía, un puerto en el que confluían las especias y el algodón que remontan el Tigris y el Eufrates: Marco dice explícitamente que el río de Bagdad, el Tigris, conecta con la India. Desde Layas a Basora descendieron por el Tigris, cruzando una Bagdad que estaba empezando a rehacerse del terrible saqueo a que la sometieron los mongoles. Toda esta parte del libro está redactada a dos voces: por una parte, Marco narra con notable precisión tanto las ciudades por las que pasa – la potencia intelectual de Basora, el poderoso centro comercial de Ormuz y sus contactos con África -, como los principales productos de la región – las finas sedas entreveradas con oro al gusto mongol, el petróleo del mar Caspio -. Pero hay otra voz, la de Rustichelo, que ameniza el itinerario con todo tipo de historias: la del Viejo de la Montaña y de sus Asesinos, la de los orígenes del petróleo, surgido de una piedra que los Magos regalaron al niño Jesús. Marco era un comerciante y por ello su interés por las piedras preciosas, las telas – y también los productos medicinales – es muy manifiesto. Pero también era joven y desde luego se fijaba en las mujeres que, a medida que se iba adentrando en Asia, parecían estar cada vez más a disposición de los viajeros con la venia total de sus complacientes maridos. Ya en Asia Central el libro deja translucir formas varias de prostitución, barata: maridos que se retiraban entre las altas montañas en cuanto veían aparecer una caravana, mujeres que jamás se casaban vírgenes, y que medían su felicidad, desde muy niñas, por el número de presentes recibidos de los extranjeros. Encendido de entusiasmo, Marco recomienda que todos los gentilhombres de entre dieciséis y veinticuatro años – por cierto, su franja de edad – deberían darse una vuelta por esta comarca. Su interés por el sexo va más allá e insinúa la proliferación de vicios de la sensualidad – lo que los castellanos del siglo XVI llamarán pecado nefando – en Kafiristan, y múltiples perversiones sexuales en todo el corredor de Gansu. Aun así, una vez en China su afición por las mujeres no le permitió constatar que llevaban los pies mutilados y vendados, hecho éste muy destacado para los que pretenden que Marco Polo nunca estuvo en China. Aunque no es cierto que no notara nada: su alusión a que caminan siempre tan suavemente que jamás ponen un pie delantre del otro más de un dedo viene aún más fortalecida por la afirmación de que ésto es sólo cosa de los chinos y de que los tártaros no se preocupan para nada de esa clase de convenciones.
Por lo demás, su descripción de Asia Central es bastante sucinta y describe las ciudades muy brevemente, quizás porque de Persia a China gran parte del territorio había sido asolado por los mongoles: en cualquier caso, Asia Central fue mucho mejor descrita en el siglo VII por el monje budista chino Xuanzang. Marco recorrió todo el norte de Afganistan, alentado por la leyenda del mítico Preste Juan, un rey cristiano que el imaginario medieval situaba en los confines de Asia, eco probablemente de la importancia de los nestorianos por aquellas tierras. Finalmente llegó a la confluencia entre el Pamir y el desierto de Taklamakan remontando la terrible ruta del Karakorum: quizás por ello le deslumbró tanto la riqueza de Kashgar con su abigarrada población de nestorianos y musulmanes.
Después de cruzar el Pamir, Marco enfiló la ruta sur del Taklamakan, y tras cruzar el oasis de Khotan – el opulento mercado de jade de Asia Central -, entró en China por el corredor de Gansu, donde observó la estrecha convivencia entre musulmanes, nestorianos y idólatras – apelación que parece englobar a budistas y taoistas – y dejó constancia de los maravillosos monasterios que, desde Dunhuang hasta el río Amarillo, jalonan toda la zona. No mencionó en cambio para nada la Gran Muralla que bordea todo el corredor, alentando con ello la sospecha de que nunca pasó por allí: hay que decir en su descargo que en este tramo la Gran Muralla, hecha con tierra apisonada más de mil años antes, no tiene ni por asomo la majestuosidad de la construcción del siglo XV que hoy se yergue en las afueras de Pekín. En el tramo por el que discurrió Marco Polo, la Gran Muralla se diluye a menudo, por el contrario, con el paisaje. Es también en esta zona cuando Marco entró en contacto con los lamas del Tibet y con el budismo tántrico, que reencontrará también en las altas montañas del Sichuan: pero en época de Marco el Tibet no era el territorio idealizado de finales del siglo XX, y a pesar de su admiración por los monasterios tántricos que él describe tan grandes como ciudades, no siente fascinación alguna por el territorio y califica a sus lamas como muy duchos en levitaciones y encantamientos, pero sucios y sórdidos.
Kambalic, la actual Pequin, dejó a Marco estupefacto: una ciudad de murallas concéntricas y trazado geométrico, con palacios elevados sobre terrazas de mármol y balaustradas – aunque la descripción, demasiado similar al palacio de Alejandro que cantaban los trovadores medievales, deja entrever de nuevo la voz de Rusticello –, tiendas por doquier y arrabales con múltiples caravasares reservados para lombardos, germanos y franceses. Y, como no, una prostitución floreciente de la que Marco dejará una larga y florida descripción. También dejó constancia de la vida cotidiana en la gran urbe: de que comían el trigo en forma de macarrones y pasta – aunque en ningún momento se adjudica el haber traído de vuelta este invento, como le atribuirán fabulaciones muy posteriores -; bebían vino de arroz – y éste es un tema que a Marco le interesa decididamente: a veces su viaje parece un recorrido enológico -; pero jamás mencionó el té – aunque éste era una bebida cotidiana en China desde hacía muchos siglos -.
Desde allí, Marco desc