Dolors Folch: El tejido de los dioses

Dolors Folch: “El tejido de los dioses”, National Geographic, Historia, 2005.
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El tejido de los dioses
National Geographic Historia
Dolors Folch, Gener 2005


Incluso en la más remota prehistoria encontramos seda en China. Los primeros rastros son tenues: un fragmento de capullo, un par de siluetas de gusanos perfiladas en un cuenco. Pero apuntan a que desde el neolítico, cuando los chinos empezaron a cultivar la tierra, a construir viviendas, a moldear cerámica, y a tejer fibras vegetales, la seda ya estaba allí. Y cuando organizaron su primer estado, la dinastía Shang, y articularon una escritura para perpetuar los oráculos que arrancaban a los dioses, uno de los primeros caracteres que trazaron fue el de la seda. Por aquel entonces, hacia el 1200 aC, la seda era ya un elemento integrante del gran despliegue ceremonial con que los Shang despedían a sus difuntos de élite: los más nobles enseres rituales, principalmente bronces y jades, de las grandes tumbas del cementerio real de Anyang, eran cuidadosamente envueltos en seda, y en seda se envolvía también al difunto, y a sus sarcófagos. El cambio de milenio vio llegar una nueva dinastía, la de los Zhou, con la que el horizonte ritual se amplia y modifica, plasmando en el vestuario las jerarquías sociales: las sedas se convertirán ahora en símbolo y garantía del orden social. Los arqueólogos han desenterrado gusanos de seda tallados en jade, la más noble de las piedras preciosas de la China antigua, y los grandes Clásicos elaborados en este período, recrean en sus cantos las diversas fases del proceso de producción de la seda. La escritura corrobora también la importancia de la seda: de los 5.000 caracteres más frecuentes, 230 tienen la clave de la seda.  

La importancia de la seda en China es tan obvia como antigua: cabría preguntarse por qué. Puesto que no es tan sencillo. Por una parte, China, como todas las civilizaciones antiguas, tenía cubiertas sus necesidades textiles con fibras vegetales – lino, cáñamo -; por otra, muchas otras civilizaciones – como la India, Persia y Bizancio – explotaron la capacidad productiva del gusano de seda, sin que por ello la seda se situara en el corazón mismo de su cultura.  

En realidad, la sericultura es un proceso tedioso, que consume muchísimo más tiempo y energía de los que exigen las fibras vegetales. Primero hubo que domesticar los insectos hasta convertirlos en unos seres incapaces de valerse por sí mismos – no saben volar ni apenas andar - , que dedican exclusivamente su corta vida a poner huevos y a secretar el tenue filamento; luego hubo que identificar y seleccionar la morera blanca que los gusanos consumen en ingentes cantidades y de cuyas hojas necesitan un constante suministro fresco: gracias a la calidad exclusiva de sus moreras, China pudo mantener la primacía en la producción y comercio de la seda de calidad cuando ya Bizancio y Persia poseían sus propios centros de manufactura a partir del siglo VI dC; luego hubo que preservar la longitud de los filamentos – cada gusano teje un hilo continuo de unos 900 mts que se adhiere al capullo gracias a la sericina - , evitando que una vez finalizada la secreción la larva rompiera el capullo para salir: éste fue el problema que impidió a la India, a pesar de conocer las propiedades del gusano de seda desde muy antiguo, producir seda de calidad equiparable a la china; y finalmente había que dominar todo el proceso de hilar – sumergiendo los capullos sucesivamente en agua hirviendo para matar las larvas, disolver la sericina y enroscar juntos varios filamentos para formar un hilo -, y el de tejer, para llegar a producir la sorprendente variedad de tejidos – brocados, gasas, damascos, bordados – de la China antigua: en el siglo I los telares de los Han eran auténticas torres activadas por varios operarios.

Ninguna otra civilización se sumió en este proceso: se trataba en realidad de una gran complicación, y para alcanzar el resultado final hizo falta un lento camino de perfeccionamiento que se prolongaría durante milenios y para el que había que disponer de abundantes recursos extras y de ineludibles estímulos.  

Los recursos los proporcionó siempre la élite y muy a menudo el estado: los talleres oficiales los implantó la dinastía Qin junto con el imperio y los perpetuaron la dinastía Han y todas las dinastías poderosas que vinieron detrás.  Aunque es obvio que la inmensa mayoría de los campesinos de la China antigua jamás produjeron seda en sus propias casas – hacía falta un espacio y un aislamiento del que no disponían y un suministro de hojas de morera del que carecían –, todos los ricos del reino tenían talleres en sus espaciosas viviendas – y es indudable que tanto la pequeña nobleza como los comerciantes – por mucho que tuvieran prohibido su uso -, la producían también. Y el drenaje de tantos recursos tenía que obedecer a motivaciones muy importantes.
El impulso inicial que incentivó y consolidó la producción de la seda fue el ritual y religioso. En la China antigua, siempre que nos encontramos con el suave, brillante y flexible tejido lo hacemos en un contexto religioso: envoltorio ceremonial para los grandes objetos rituales, sudario para los difuntos, material para los estandartes religiosos. Esta vinculación de la seda con la religión había de culminar con el budismo: de seda serán las túnicas ceremoniales de los monjes, los centenares de piezas que colgaban de los altares realzándolos, los enormes y flotantes estandartes que se exhibían en las grandes procesiones, las fundas que protegían las sutras, las bolsas que envolvían los millares de reliquias que circulaban por Asia. La seda conservaría a lo largo de toda su historia este impulso religioso inicial, transmitiéndolo incluso a otras religiones, en especial a la cristiana.

Poco antes de nuestra era la seda pasó a ser un claro indicador de status: los reyes, que la distribuían en pago a los servicios prestados para que los beneficiarios pudieran lucir un vestuario acorde con su posición, la dotaron de un valor semiótico, capaz de transmitir un mensaje social complejo en el vestido como lo hacían también la pimienta en la cocina, las joyas en los adornos y las reliquias en la adoración. Si bien por una parte esto no tardó en derivar en leyes suntuarias que prescribían quién y cuándo podía utilizarla, por otro la convirtió en una riqueza en sí misma, un producto con el que se medía el valor de otros. Convertida en valor de referencia, la seda empezó a producirse – ya con los Han – con medidas standard: los rollos que salían de los talleres oficiales lo hacían con un ancho y un largo predeterminados y ello concedería a la seda un valor monetario dentro y fuera de China. Cuando a partir del siglo I empezaron a formarse las grandes coaliciones de la estepa, las sucesivas dinastías chinas intentaron comprarlas con regalos: centenares de miles de rollos de seda y decenas de princesas – arropadas a su vez en mantos de seda - iniciaron entonces su lenta andadura por Asia Interior.

Por aquel entonces la seda – nacida de un impulso religioso en el corazón de China, generalizada luego para definir status, y proyectada por necesidades militares por las rutas de Asia – había penetrado ya en todos los ámbitos de la vida china: en todas las aglomeraciones importantes, oficiales, nobles o plebeyas, había telares y el cuidado de los gusanos y de las moreras se reservaba mayoritariamente a las mujeres.  

Pero la seda conservó siempre la función ritual crucial con que había nacido: con ella se introducían las distinciones jerárquicas en los trajes de nobles y funcionarios; con ella se envolvía, – un arte en el que Oriente excede – todo lo que tenía valor; con ella se arropaban dioses y sacerdotes; con ella se hacían las cuerdas de los instrumentos musicales y de los arcos – la música y el tiro al arco eran actividades rituales de primer orden en la China antigua -; y, a pesar del descubrimiento del papel en el siglo II, sobre ella se escribían los textos de valor y sobre ella se trazaron las grandes pinturas del mundo antiguo.  

La difusión de la seda para fines rituales debe haber sido relevante desde muy antiguo: recientemente se ha encontrado seda china sobre una momia egipcia del 1070 aC. Pero fue con la gran expansión Han por Asia, cuando estas sedas - que los Han entregaban a los nómadas de las estepas para comprar la paz y éstos entregaban a sus aliados para reforzar su lealtad – empezaron a circular en grandes cantidades por Asia: Roma supo antes de la seda que de la China y bautizó con el nombre de Serica el lejano país de donde le llegaba el preciado tejido. Fueron los pequeños oasis del Taklamakan los primeros que dominaron todo el proceso: la historia narra que en 440 dC una princesa china que iba a casarse con el rey de Khotan camufló en su tocado los preciados gusanos. A Occidente la seda llegó de la mano de la religión: en el 550 dC, dos monjes nestorianos persas que habían residido largamente en China llegaron a la corte de Justiniano con huevos escondidos en el hueco de sus cayados, y en aquel mismo siglo VI Persia empezó a producir su propia seda, aunque ni bizantinos ni persas consiguieron nunca emular la calidad de las sedas chinas. Occidente no la produjo hasta el siglo XIII, cuando a raíz de la segunda cruzada llegaron a Italia 200 tejedores experimentados procedentes de Constantinopla.   

 

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