>>> *Perspectivas actuales del liberalismo en España*, Juan Pina (17-X-03) <<<
Juan Pina (*), conferencia pronunciada en Castellón el 17 de octubre de 2003.
Estoy especialmente agradecido por esta nueva oportunidad de cumplir una parte de mi condena como liberal. Creo que en nuestro país, los liberales estamos permanentemente condenados a aclarar conceptos, a explicar una y otra vez qué es el liberalismo y, sobre todo, qué no es. Es una condena derivada de la extraordinaria confusión que existe entre nosotros sobre el liberalismo. El país que inventó la palabra “liberal” como término político, durante las Cortes de Cádiz, es paradójicamente uno de los países donde menos claro está el concepto de liberalismo. Los liberales españoles nos pasamos la vida tratando de arrojar luz sobre el liberalismo, con mejor o peor fortuna, y ésa es una de las tareas que me propongo esta tarde. El liberalismo se enfrenta a constantes conflictos verbales derivados del caos semántico sobre los significados de la palabra “liberal”, pero ésta no puede convertirse en sinónimo ni de conservador ni de socialdemócrata.
Así pues, comenzaré tratando de aclarar a qué llamamos hoy en día liberalismo, pero debo advertir que toda mi intervención, como es natural, está pensada desde mi particular visión del liberalismo, y que puede haber otras igual de legítimas. Después desarrollaré las perspectivas actuales de esta corriente de pensamiento, tanto en el ámbito estratégico como en el de las propuestas.
Visión del liberalismo
El liberalismo, como todo el mundo sabe, no es una ideología. Las ideologías son sistemas cerrados con una plasmación práctica que apenas varía. El liberalismo es una amplia corriente de pensamiento político y económico, cuyos fundamentos filosóficos más lejanos pueden hallarse en el racionalismo de Aristóteles, y cuyo desarrollo práctico se dio en Europa a partir del siglo XVII, en el clima propicio posterior a la Reforma y en plena emersión de los valores derivados del capitalismo incipiente, alcanzando su periodo clásico en los siglos XVIII y XIX. Pensadores como John Locke, David Ricardo, Adam Smith, Frédéric Bastiat, Henry David Thoreau, o entre nosotros Gaspar Melchor de Jovellanos, fueron algunos de sus mayores exponentes. El Siglo de las Luces, las revoluciones francesa y —sobre todo— estadounidense, el auge de la democracia parlamentaria inspirada en Westminster, la universalidad del sufragio, las sucesivas declaraciones de derechos individuales y su plasmación legislativa en los textos constitucionales de medio mundo, la consagración de las libertades civiles y económicas, fueron a la vez producto del liberalismo y combustible para su desarrollo. A lo largo del siglo XX, el liberalismo se vio relegado y exiliado a la periferia del mundo de las ideas, pero desde allí realizó aportaciones tan importantes como las de Hayek, Von Mises, Friedman, Murray Rothbard o Ayn Rand. En la actualidad, si tuviera que citar a tres autores vivos que representan la vanguardia del liberalismo, me quedaría con el quebequés Pierre Lemieux, el francés Jean-François Revel y el hispanoperuano Mario Vargas Llosa.
Pero hoy, ¿A qué podemos llamar liberalismo? ¿Quiénes somos los liberales? Existe entre los liberales una controversia de décadas sobre qué contenidos precisos del liberalismo le son esenciales y le diferencian de las otras familias ideológicas.
El uso de los términos “liberal” y “conservador” en los Estados Unidos está completamente trastocado y es antagónico al significado que se les da en el resto del mundo (en el país norteamericano, “liberal” parece significar “socialdemócrata” y “conservador” es más o menos “liberal”). La exportación de esa confusión semántica, principalmente a través de los escritos de autores hispanohablantes en los Estados Unidos o simples malas traducciones, complica más aún las cosas. Por último, la autodenominación como liberales de partidos y personas que nada tienen que ver con el liberalismo da las últimas pinceladas al cuadro de nuestro revoltijo identitario (excomunistas ultranacionalistas como Zhirinovski en Rusia, personajes como Jesús Gil en España, socialistas en Colombia o neofascistas como Haider en Austria comparten la osadía de decirse liberales).
Creo que cualquier politólogo del mundo coincidirá en una definición muy simple: liberal es aquél que considera la libertad individual de las personas como el valor supremo, incluso por encima de otros tan importantes como el orden o la equidad. A partir de ahí, como en toda corriente de pensamiento, existen liberales de diversas tendencias y es injusto pero frecuente que unos se acusen a otros de usurpar la etiqueta liberal y de ser en realidad conservadores o socialdemócratas. Hay liberales radicales, liberales progresistas, liberales libertarios, liberales conservadores... Y en los Estados Unidos se ha acuñado incluso la etiqueta “liberal clásico” para referirse al liberalismo tal como se entiende en el resto del mundo, aunque más parezca una marca de Coca Cola.
Hay demasiada gente que intenta adueñarse de la palabra “liberal”. Unos de ellos detestan a los partidos liberales europeos y latinoamericanos por haber hecho, a su juicio, demasiadas concesiones al intervencionismo, y consideran que los liberales son en realidad los discípulos de Margaret Thatcher. Obviamente están poniendo el acento en la política económica (realmente liberal) de aquella primera ministra, pero olvidan el resto de sus posicionamientos políticos, que la alejaban a años luz del liberalismo. Otros, por el contrario, insisten en que el liberalismo es una fuerza “de centro” o hasta “de centroizquierda” que constituye la antítesis misma de todo lo conservador, y se basan para ello en la Historia latinoamericana y europea del siglo XIX, cuando las dos fuerzas principales e irreconciliables eran liberales y conservadores. Estos liberales desconfían del liberalismo puramente económico y no le conceden el apellido liberal a los más firmes adalides del libre mercado (como la escuela económica austriaca), a quienes tachan de conservadores, poniendo en cambio el acento en el liberalismo político y sus conquistas cívicas.
Ambos grupos son, al menos parcialmente, liberales. Ambos parten de un entendimiento común de la libertad, y ambos cometen un error muy grave: considerar posible la disección del liberalismo para quedarse con partes de su filosofía y desechar o relativizar otras. He conocido a personas que son perfectamente liberales durante una conversación de economía, pero en el momento en que pronuncian una sola frase sobre las minorías étnicas o las orientaciones sexuales, o sobre los derechos civiles y la profundización de la representación democrática, resultan ser tan conservadores que podrían formar parte de cualquier junta cívico-militar latinoamericana de los años setenta. He conocido a personas cuyo liberalismo alcanza cotas de excelencia mientras conversan sobre la democracia, las elecciones libres, el Estado de Derecho y los Derechos Humanos y civiles, pero que después se muestran satisfechos con unos niveles para mí espantosos de presión fiscal e intervención del Estado en la economía.
Para mí, el liberalismo es indivisible. O se es liberal en todo o, en realidad, se es otra cosa. Se puede ser un conservador anclado en el más rancio tradicionalismo moralista y en una profunda vocación de control social, y tener sin embargo una visión liberal en dos o tres áreas. O se puede ser un perfecto socialdemócrata dispuesto a reformar el Estado-providencia en vez de acabar de una vez con él, y tener sin embargo una perspectiva muy liberal en algunas materias. Pero, en mi opinión, ninguno de los dos será un liberal en el pleno sentido de la palabra.
Debido al caos semántico imperante, cuando uno se llama liberal, a renglón seguido debe explicar qué quiere decir. Yo creo aproximarme mucho a la definición antes brindada cuando afirmo que soy liberal y que eso significa que para mí la prioridad esencial es la libertad tanto política como económica de los individuos, a (casi) cualquier precio, porque sin ella no somos nada, casi ni siquiera humanos. Y ese liberalismo implica necesariamente posiciones muy “de derechas” en unos temas, muy “de izquierdas” en otros y completamente diferentes de todo lo demás en algunos aspectos. Por donde se nos verá muy poco es por la zona gris del consenso estratégico, del centrismo calculado, de la equidistancia entre otros. Si tenemos que pasar por la izquierda a los izquierdistas en un tema concreto, o parecer más “de derechas” que los conservadores en otro asunto, lo haremos sin dudar. Si ese tipo de liberalismo necesita adjetivarse, tal vez el calificativo de “libertario” sería el más adecuado, al recalcar (redundante pero al parecer necesariamente) que su prioridad es la libertad... pero toda la libertad. Y la libertad ni es de izquierdas ni es de derechas.
Creo que al economista y pensador austriaco Friedrich August von Hayek le debemos sin duda muchas cosas, pero tal vez la más importante sea su desmantelamiento de ese concepto maniqueo de izquierdas y derechas en política, y su sustitución por el de colectivismo e individualismo. Mucho ganaría el debate público sobre la política y la economía si se dejase de contemplar cada idea, decisión, candidato o partido a la luz de su teórico posicionamiento en esa escala irreal y caprichosa que desmontó Hayek. Hoy día, ¿en qué se diferencia la izquierda de la derecha? ¿No encontramos frecuentemente posturas políticas antagónicas dentro de la izquierda y dentro de la derecha, y multitud de posiciones que son idénticas en ambas? Como mínimo, sería esclarecedor situar las ideas en un plano y no en una escala lineal. El plano tiene un eje horizontal de izquierda a derecha según la escala convencional, pero tiene también un eje vertical en cuyo extremo superior se encuentra el mayor grado de individualismo y de respeto por la acción directa de cada persona, mientras en el extremo inferior se da el mayor intervencionismo colectivista. El resultado es como una revelación: encontramos en la parte baja de este “mapa” ideológico, recorriendo toda su longitud, a las ideologías que más han dañado al ser humano, desde el fascismo y el nazismo hasta el comunismo. Un poco más arriba, pero todavía muy por debajo de la media, se encuentran intervencionistas “duros” como la Falange española o el peronismo (auténtico) argentino. Hacia la zona media de la tabla, todo el recorrido de izquierda a derecha está ocupado por los intervencionistas democráticos (los que justifican su invasión del ámbito personal de decisiones en el mito de la legitimación popular), es decir, ciertos grupos de “nueva izquierda”, los socialdemócratas, algunos ecologistas, los “centristas”, los democristianos y los conservadores. Pero a partir de ahí, si seguimos subiendo en el mapa y aproximándonos por tanto a las cotas de mayor aprecio a la libertad individual de cada ser humano y, por ende, a la menor injerencia del poder en la vida de la gente, sólo encontramos a los diversos tipos de liberales y, más arriba aún, a los libertarios y los llamados “anarcocapitalistas”.
La conclusión principal que uno extrae de esta representación política en el plano es que queda desnuda la escasa relevancia del eje horizontal, y el vertical adquiere de golpe una enorme trascendencia. El eje vertical, es decir, la escala individualismo-colectivismo (que también podría denominarse libertad-represión o persona-masa) es actualmente la escala más correcta para determinar la posición de un proyecto de ley, de un político o de una decisión. Y una de las consecuencias principales de esta nueva forma de expresión espacial de las ideas políticas es que aniquila el ataque frecuente a los liberales respecto a nuestro supuesto “oportunismo” al estar “en la derecha para unas cosas y en la izquierda para otras”: pasa a ser evidente que estamos, para todas las cosas, inequívocamente del lado superior, del lado del individuo y de su libertad personal, y que eso, naturalmente, nos lleva a tomar posiciones en economía que a la “izquierda” le parecen de “derechas” y posiciones en cuanto a los Derechos Humanos y civiles y las libertades públicas que causan el efecto contrario. Otra de estas consecuencias es que también pasa a ser evidente que la extrema derecha y la extrema izquierda son en realidad muy similares, y que los intervencionistas democráticos también son muy parecidos entre sí, llámense socialistas o conservadores, democristianos o socialdemócratas: todos apuestan por un Estado paternalista facultado para meter la mano en los bolsillos de sus “hijos” los ciudadanos y sacar de ahí los fondos que, con su demostrada incapacidad, insiste en seguir “redistribuyendo”. Es un Estado, además, que se cree en la obligación de imponer a la sociedad una determinada moral, ya sea el mito altruísta laico de los socialdemócratas o la moral religiosa de los conservadores. Sólo en la parte superior del “mapa” encontramos un refugio para el ser humano individual, para la persona entendida como fin en sí misma y no como hormiga de un hormiguero que la supera y aliena. Sólo en la profunda asunción de la libertad como norte y guía de la política y de la economía, con todas sus consecuencias, está el camino que nos aleja irreversiblemente del colectivismo “duro” de izquierdas y derechas (Stalin, Hitler, Franco, Castro) y del colectivismo “blando” de izquierdas y derechas (Blair, Aznar, Chirac, Schroeder)... el camino hacia la emancipación de las personas mediante el ejercicio pleno de su soberanía.
Perspectivas estratégicas actuales
Desde finales del siglo XIX hasta finales del siglo XX (concretamente hasta la caída de los regímenes socialistas de Europa), el liberalismo ha vivido una paréntesis difícil, una larga travesía del desierto de la que ahora empieza a recuperarse gracias al éxito de algunas de sus posiciones en economía (aunque aplicadas por otros) y gracias al auge imparable de la soberanía personal, favorecida por la revolución digital. El auge del marxismo como interpretación de la realidad debilitó la cosmovisión liberal y hundió electoralmente a los liberales. De hecho hundió incluso la credibilidad de las democracias liberales en los años veinte y treinta, favoreciendo el surgimiento de alternativas autoritarias y totalitarias de todo signo. Las sociedades occidentales desarrolladas, con algunas excepciones, cayeron en un profundo bipartidismo que, al término de la Segunda Guerra Mundial y hasta bien entrados los años ochenta, reflejó en realidad el reparto del mercado de las ideas entre dos grandes corrientes: los herederos del marxismo, reconvertidos en partidos de corte socialdemócrata; y los herederos del pensamiento conservador, tradicionalista y generalmente de raíces confesionales, nucleados en torno a partidos democristianos. El espacio de los liberales osciló durante décadas desde la nula presencia en los parlamentos hasta una importancia moderada, llegando en algunos casos a ser partidos-bisagra o socios menores de las coaliciones de gobierno. Rara vez pasamos del 15-20 % de los votos y rara vez tuvimos jefes de gobierno liberales.
En Occidente los liberales solemos estar posicionados en el centro del debate político, ya que en general nos hemos contentado con el triste papel de ser los adalides del statu quo. Por ello muchos partidos liberales (o llamados liberales) apenas tienen el apoyo de una reducida parte del electorado: se les percibe como partidos satisfechos, en general, con la realidad y poco dispuestos a producir cambios importantes. Ocupan un espacio político que coincide con la zona de intersección de dos grandes maquinarias comunicacionales, la conservadora y la socialista.
Por ello su voz queda silenciada o muy atenuada, y por ello la gente no les vota. Para votar a un partido más pequeño y débil que dice lo mismo que el grande y poderoso, mejor votan directamente al grande y poderoso. Alemania es el ejemplo clásico y permanente de este problema, pese a la habilidad de los liberales para sobrevivir elección tras elección, y a veces hasta con resultados aceptables. Como táctica puntual, esa confluencia con uno de los grandes (o con ambos) en un espacio de intersección puede ser comprensible, pero como estrategia a largo plazo es un suicidio o, cuando menos, una autocondena a la anemia eterna de votos.
En parte por ese tipo de estrategias y en parte por las auténticas confluencias de nuestra filosofía con las de las otras fuerzas políticas, los partidos liberales rara vez logran desembarazarse de la etiqueta de oportunistas que hoy pactan con la derecha y mañana con la izquierda, sin pestañear. Desde hace décadas, a los partidos liberales parece faltarles la capacidad de decir cosas nuevas, cosas radicalmente diferentes de las que dicen los socialistas y los conservadores. Es como si estuviéramos calculadamente en medio de las dos grandes corrientes políticas colectivistas, en vez de estar donde debemos: claramente frente a ambas. Me parece claro que ha llegado la hora de ir abandonando el centrismo táctico y recuperar el puro liberalismo filosófico, nos sitúe donde nos sitúe.
Los partidos liberales no se atreven a dar un puñetazo en la mesa que ya va siendo bastante necesario para agitar un poco la anquilosada democracia occidental. Tras reclamar la atención con ese simbólico puñetazo, habría que hablar de lo que nadie habla y poner sobre la mesa ideas y propuestas radicales que nadie más defiende. Así, en Europa los partidos liberales deberían cuestionar abiertamente el Estado del bienestar (que hoy ya se ha convertido en el bienestar del Estado).
Los liberales que se dedican a la política de partidos deberían ser conscientes de que el sistema político en su conjunto está alcanzando importantes niveles de agotamiento que se traducen en el hastío de una buena porción del electorado. Por eso los líderes populistas que aportan mensajes directos y soluciones simplistas van ganando terreno, así como los grupos marginales extremistas en algunos países. Ello implica la necesidad de que los partidos liberales aporten ideas realmente novedosas para ser percibidos, claramente, como una alternativa al conjunto, al sistema, como una fuerza política verdaderamente distinta y opuesta a las demás. Si algunas de esas propuestas coinciden en algo, puntualmente, con la visión de la derecha o de la izquierda, no pasa nada. Muchas otras propuestas serán evidentemente distintas a ambas. Sólo así se podrá capitalizar el descontento y canalizar dentro del sistema democrático voluntades que de otra forma terminarán rechazando la propia democracia.
Por un lado, los liberales somos conscientes de haber perdido la batalla electoral en casi todas partes. Los escasos partidos mayoritarios que se denominan liberales, como el japonés o el australiano, no son ni siquiera miembros de la Internacional Liberal sino de la conservadora, y no son liberales ni de lejos; o sí son miembros de la Internacional Liberal, como el canadiense, pero en realidad son más socialdemócratas que otra cosa. El liberalismo políticamente organizado ha venido experimentando un dramático retroceso, que es inversamente proporcional al auge de muchas ideas y propuestas liberales y a la impresionante ebullición de la vanguardia liberal en ámbitos como el académico y el mediático. Esto tiene una explicación sencilla. Los partidos liberales se han quedado en una tibia posición de eterno centro político, compartido con una derecha y una izquierda cada vez más parecidas entre sí, que nos arrebatan constantemente nuestro espacio. Además seguimos reclamando conquistas ya conquistadas, convirtiendo a los ya conversos y permitiendo que muchas de nuestras ideas, aisladas y fuera de contexto, terminen por ser banderas de nuestros adversarios.
Mientras tanto, muchos políticos liberales, quizá demasiados, se han contagiado del colectivismo y del intervencionismo de los otros partidos. Personalmente, muchas veces me indigna oír a políticos sedicentes liberales formular propuestas populistas claramente propias de los partidos socialistas o conservadores con los que compiten.
El liberalismo se nos ha quedado viejo, en muchos países, porque nos hemos acomodado al statu quo y nos hemos quedado en luchas superadas, en batallas ya ganadas. Es urgente actualizar el liberalismo en el fondo y en las formas. Y no vendría mal recuperar un poco de la rebeldía que caracterizó nuestros orígenes.
En casi todos los países, los partidos liberales se han anquilosado, se han esclerotizado, se han acomodado. No representan instintos de cambio profundo (cambios en el sistema) sino burdas posiciones intermedias. Hemos renunciado a una defensa profunda y sin tregua de nuestras posiciones máximas. Nos hemos convertido en meros complementos de mayorías lideradas por la democracia cristiana o por la socialdemocracia, perdiendo nuestra identidad y buscando tanto el consenso con los demás, que hemos terminado por no reconocernos en el espejo de nuestra propia esencia filosófica.
Esto se debe a muchas debilidades humanas por parte de políticos liberales más ansiosos de ser ministros que de promulgar leyes y medidas liberales. Pero se debe también a un mal de fondo mucho más grave: miles de liberales se dan por satisfechos con el statu quo social, económico y político. No hemos actualizado el liberalismo. No hemos sidos capaces de repensar nuestros programas desde la pureza de nuestros valores y principios, y el liberalismo se nos está marchitando.
El liberalismo auténtico no es un punto de llegada sino de partida. No es un listado de objetivos elementales sino un proceso interminable, una progresión ilimitada: el avance de la libertad humana. Ese proceso conlleva la adaptación a la realidad política de cada momento. En cada tiempo hay conquistas liberales que hacer, batallas que librar, luchas que no podemos eludir para llevarnos bien con nuestros adversarios, o estaremos prostituyendo nuestro ideario y negando nuestra razón de ser. Ojalá consigamos que el 70 % de la población nos deteste, si a cambio el 30 % nos adora y nos lleva al poder. Ya está bien de consensos excesivos y pactos claudicantes. No más alianzas para tener un ministerio o dos. Hay que ir a por todas, presentando nuestras ideas en pureza, y que la gente decida si las apoya.
A los políticos liberales de hoy les falta, sobre todo, un poco de rebeldía. El liberalismo debe hacerse menos “soft” y más “hard”, un poco menos dialogante y mucho más reivindicativo. Y en muchos casos, debe hacerse rebelde. Sí, el adjetivo “rebelde” le va muy bien al verdadero liberalismo, sobre todo en sistemas político-económicos burocratizados y estancados. Ya es hora de que los liberales recuperemos la pasión por nuestras ideas y actuemos con fuerza, con ilusión, con ganas y con esas gotas de rebeldía que nunca debimos perder.
Por lo tanto, no tienen mucho futuro los partidos liberales que siguen definiendo cada comunicado de prensa y cada comparecencia parlamentaria en función de los posicionamientos de los demás partidos, o en virtud de las encuestas. Los partidos liberales están desaprovechando las armas que les brinda su propia filosofía liberal. Nada más tienen que llevar su liberalismo hasta cotas más altas, hasta niveles más puros, sin concesiones al statu quo de los últimos cincuenta años, y entonces aparecerán por sí solas decenas de propuestas e ideas-fuerza novedosas con las que liderar el debate político de sus países. Nada más les hace falta un poco más de valentía y un poco menos de sometimiento intelectual a sus adversarios, y ya va siendo hora. Sin ese sometimiento intelectual, sin ese miedo a destacar, sin ese terror a alejarse del consenso generalizado, los partidos liberales verían nítidamente que su mayor opción de éxito es coincidente con su mayor caballo de batalla filosófico: el ataque frontal al hiperestado.
La actual deriva (hacia no se sabe dónde) del liberalismo organizado en partidos políticos coincide con otro proceso más profundo: el desencantamiento de muchos liberales respecto a la acción política en el seno del partido liberal correspondiente (como consecuencia de su indefinición, de su pactismo sin brújula o de su pérdida de identidad ideológica) y su opción personal, en cambio, por otras estrategias de influencia.
¿Cuáles son esas estrategias? Algunos liberales han optado por entrar en partidos políticos no liberales y tratar de “liberalizarlos” o al menos de promover ciertos fines liberales en su seno. Los partidos escogidos han solido ser partidos conservadores (por su mayor proximidad en los temas económicos), pero también a veces partidos de centroizquierda o socialdemócratas moderados (por su mayor proximidad en temas de derechos y libertades). En realidad el partido escogido ha dependido mucho del debate político de cada país. Una vez en ellos, los liberales normalmente no han constituido una corriente formal, pero sí se han agrupado entre sí espontáneamente. Otra estrategia ha sido la creación o participación en partidos “ad hoc”, orientados a una determinada campaña electoral y a un tema específico (bajada de impuestos, defensa de un determinado colectivo social, despenalización de las drogas, etcétera).
Pero la estrategia más extendida entre los liberales desencantados con el partido liberal de turno ha sido, simplemente, abandonar la política de partidos y buscar otros ámbitos desde los que propagar el mensaje liberal y arañar centímetros de libertad para el individuo. Entre esos ámbitos, los principales han sido el académico y el mediático. En cualquier país occidental encontraremos decenas de importantes comentaristas políticos, editorialistas de periódicos, profesores de universidad y otros líderes de opinión que son claramente liberales, pero que se resisten a entrar en política, y no sin razón: desde sus tribunas pueden hablar con mayor libertad y contagiar de liberalismo a más gente y más diversa, mientras que en un partido político estarían permanentemente sometidos a los vaivenes de la política y a las tensiones internas (no olvidemos que en una democracia lo menos democrático suelen ser los partidos políticos).
Las instituciones privadas liberales (fundaciones, think-tanks, centros de estudios, etcétera) tienen la gran ventaja de que pueden decir exactamente lo que piensan. Desde su perspectiva, los partidos liberales se quedan muy cortos. Desde su atalaya, es desesperante ver a esos pequeños partidos liberales trazando continuamente complejas alianzas para arrancarle a los grandes partidos iliberales algún escaño de diputado o en el mejor de los casos algún ministerio que después no se utilizará para hacer la política liberal sino un extraño híbrido donde pesará más, obviamente, el partido principal de la coalición. Desde el punto de vista de estos institutos liberales, a veces vale más apostar por personas concretas dentro de uno de los otros partidos, o bien dedicarse a influir en la realidad a través de los medios, así como realizando una importante labor de orientación sobre los políticos principales del momento, provengan del partido que provengan.
En mi opinión, todas las estrategias son válidas si conducen a algo. Es legítimo soñar con un partido liberal fuerte que alcance una importante representación parlamentaria y pueda forzar la adopción de leyes y políticas liberales. Nada más que en ese caso hay que ser prácticos, calcular las fuerzas antes de lanzarse a la arena política y, si tal partido es viable, arriesgarse a aparecer como el partido de los principios, el partido que no hace concesiones filosóficas a cambio de simples puestos y cargos, el partido limpio que defiende sus postulados contra viento y marea, diferenciándose claramente de los demás partidos, diciendo cosas profundamente distintas de las que dicen los conservadores y socialistas. Sólo vale la pena constituir un partido liberal, o reflotar uno existente, si es para hacer algo distinto, si es para combatir sin tregua a nuestros enemigos, si es para minar los cimientos mismos del hiperestado. Para hacer politiqueo dentro del sistema y del consenso generalizados, no hace falta tomarse tantas moletias, basta acomodarse a uno de los otros partidos, no importa a cuál.
Es igualmente legítimo, aunque arriesgado para la salud psíquica de un auténtico liberal, adoptar la estrategia trotskista de ingresar en un partido mayoritario y tratar de cambiar las cosas desde ahí. Nada más que entonces conviene no hacer la guerra en solitario, sino configurar una auténtica red de liberales dentro de ese partido, al objeto de ir alcanzando metas poco a poco, con un plan pretrazado desde nuestro secreto conspirábulo.
En los partidos socialdemócratas tendremos que sembrar la duda respecto a la eficacia de la ingeniería social y las virtudes de la autogestión, como paso previo para desmontar el mito del Estado omnisciente y omnipresente. Así revalorizaremos la acción espontánea de los grupos humanos, por ejemplo apoyando a las organizaciones no gubernamentales que están tan de moda entre los socialdemócratas, y de ahí podremos pasar a extrapolar ese modelo al ámbito de la producción de bienes y servicios, para lo cual deberemos emprender una lucha sin cuartel por dignificar el lucro como legítimo impulso de la acción humana. Nuestros grande enemigos internos serán los puristas de la ideología de ese partido, y con razón.
En los partidos conservadores tendremos que abrirnos paso a codazos entre otras “quintas columnas” más amplias y mejor organizadas que la nuestra: las confesionales (Opus, Legionarios, sectas diversas, etcétera) y promover los valores de la modernidad y la racionalidad frente a los lobbies internos que abogan por la reinstauración del pasado, el misticismo y la tradición. No deberemos olvidar que tampoco los conservadores son realmente liberales en economía (suelen ser mercantilistas, no librecambistas), y habrá que arrancarles más concesiones en el área económica mientras tratamos de hacer lo posible por calmar su nacionalismo de Estado y frenar desde dentro su involucionismo en temas morales, familiares, etcétera. Los conservadores son tan intervencionistas como los socialdemócratas, nada más intervienen de otras formas y en otras áreas.
Ya nos infiltremos en un partido conservador o socialdemócrata, por higiene mental sería muy prudente mantener un estrecho vínculo con fundaciones e institutos de pensamiento liberales, y leer mucho a Hayek, a Von Mises y a otros autores liberales. Será nuestra terapia.
Y, desde luego, también es legítimo hacer política fuera de la política. Y puede resultar más eficaz a la hora de influir en la realidad y conquistar más libertad para el individuo humano, que es nuestra meta. Los institutos y fundaciones cumplen un papel esencial de generación de ideas-fuerza. Los líderes de opinión liberales propagan en los medios de comunicación esas ideas-fuerza y generan un estado de opinión pública favorable a las tesis liberales. Es importante observar que los liberales, que estamos perdiendo en muchos países la batalla de la política de partidos, solemos cosechar nuestros mayores éxitos con esta particular estrategia. Nuestras ideas-fuerza son automáticamente incorporadas por los políticos de uno u otro bando y promovidas con todos los medios de que disponen. Claro que, muchas veces, nuestra idea original llega atenuada o matizada por el sesgo ideológico colectivista de derechas o de izquierdas, pero por lo menos vamos alcanzando lentamente algunas metas. Sólo echo en falta, en esta tercera estrategia, una mayor coordinación entre los liberales.
Esto me lleva a una reflexión algo amarga. Los liberales, tal vez debido a nuestra alta estima por el individualismo, parecemos condenados a no saber organizarnos. En cada uno de nuestros países existen al menos cinco o seis círculos liberales principales y muchos más de dimensiones liliputienses. Muchos de estos círculos no pasan de contar con unas pocas decenas de personas, y muchas veces su exclusivismo los mantiene aislados. Son casi clubes de amigos que se reúnen a cenar cada mes para comentar lo mal que va todo y criticar al gobierno, sin pasar casi nunca a la acción. Esas células liberales apenas se comunican entre sí, apenas coordinan acciones o estrategias. Muchas veces lo que se echa en falta es un mayor esfuerzo por comunicarse con otras islas liberales (sobre todo con las grandes fundaciones que sí realizan una labor eficaz) y poner en común ideas y estrategias. Lejos de promoverlas con una voz nítida y resonante, parecemos con frecuencia un coro de grillos difícilmente inteligible. Deberíamos aprender las técnicas de organización, marketing político y propaganda de nuestros rivales marxistas y confesionales, porque son francamente buenas.
Con todos estos elementos y otros muchos que cada uno aporte, deberíamos preocuparnos por generar un debate entre liberales, un debate del que podamos extraer conclusiones útiles para alcanzar nuestra meta: influir en la sociedad para hacer que los valores de la libertad prevalezcan sobre otras consideraciones, derrotando al hiperestado y afirmando al individuo humano autosoberano.
Perspectivas programáticas actuales
Desde mediados de los años ochenta, los liberales estamos inmersos en un profundo debate filosófico y en una importante autocrítica. La revista que dirijo, Perfiles del siglo XXI, surgió ya en 1987 con la tarea de servir de foro y de revulsivo para ese debate y para esa autocrítica. Desde que asumí la dirección de Perfiles a principios de 1999 me propuse sobre todo que la revista sirviera para renovar, “aggiornar” el liberalismo.
Tomamos prestada la palabra “aggiornamento” del debate que se da en el seno de la Iglesia Católica sobre la actualización de su doctrina. Aunque no estemos tan enorme y desesperadamente necesitados de actualización como lo está el catolicismo, lo cierto es que durante las últimas décadas se ha echado en falta una mayor evolución de nuestro ideario, y esto se percibe especialmente en el terreno político.
Puestos a la tarea de aggiornare el liberalismo, nuestro futuro no está ni a la “derecha” ni a la “izquierda” sino delante, y “delante” significa unas veces a un lado y otras al otro, pero siempre más cerca del individuo, más modernos, menos intervencionistas, más decididos a derrocar el colectivismo, mucho menos conformistas. Tengamos en cuenta que el aggiornamento de las otras ideologías (véase la Tercera Vía de Tony Blair o el “centro reformista” de José María Aznar) consiste en importar elementos del liberalismo y “robarnos” ideas. Para nosotros, por tanto, debería ser muy sencillo: nuestro aggiornamento consiste en recuperar nuestras señas de identidad originales desprendiéndonos de cuantas concesiones hemos tenido que hacer a nuestra izquierda y a nuestra derecha, y en seguir hacia adelante la trayectoria marcada por nuestra evolución histórica, pero avanzando deprisa todo el camino que no hemos recorrido en estas décadas de letargo, para llegar a un liberalismo puro y fuerte, claramente distante del sucedáneo liberal que intentan hacernos tragar los conversos de última hora al travestir sus viejos partidos. Nuestra actualización pasa por ser, sencillamente, mucho más liberales y mucho más directos, francos, abiertos y honestos a la hora de exponer nuestras ideas tal y como son.
Si así lo hacemos, con seguridad incorporaremos mucho del discurso libertario. Los libertarios son una corriente de pensamiento originada en el liberalismo norteamericano, que abandonó la etiqueta “liberal” cuando ésta comenzó a emplearse allí para referirse a los socialdemócratas y otros intervencionistas. El libertarismo tiene grandes partidarios y detractores entre los liberales del resto del mundo. En términos generales, el libertarismo representa el único intento serio de actualizar el liberalismo y, en el terreno práctico, de recuperar jovialidad, frescura e impulso político. Un liberalismo que avance sobre su propia trayectoria y se atreva a incorporar las principales ideas “hiperliberales” surgidas del libertarismo será mucho más acorde con su época y mucho más viable como fuerza política, porque se diferenciará claramente de todos sus competidores. Será, indiscutiblemente, la corriente ideológica del individuo (como lo ha venido siendo hasta ahora pero con mucho más coraje, empuje y convicción), y al presentarse ante todos con esta clara misión individualista y anticolectivista se hará perceptible y evidente que en realidad al liberalismo, a este nuevo liberalismo del siglo XXI, le separa un abismo de todo lo demás que existe en el terreno de las ideas. A un lado estarán los colectivistas, ya procedan de la izquierda o de la derecha (términos hoy superados) y al otro, los liberales libertarios que velan por el individuo y anteponen la libertad personal a cualquier otro objetivo, lo que les llevará —si hay alguien que a estas alturas todavía nos quiera circunscribir en esa escala de izquierdas y derechas— a ser “izquierdistas” radicales cuando se trate de defender a capa y espada la no injerencia del Estado en la moral de las personas o los derechos individuales frente a los tabúes de la bioética, o la abolición del servicio militar y la pena de muerte, o el desmantelamiento del nacionalismo de Estado; y a ser muy “de derechas” cuando se trate de luchar por la plena libertad económica, por la rehabilitación del lucro como motivo digno y legítimo de la acción humana, por la plena libertad de horarios y la máxima flexibilidad en la contratación, por el respeto estricto a la propiedad, por los impuestos proporcionales frente a los progresivos o contra la presión fiscal.
Si los liberales tenemos el valor de caminar por esta senda, de presentarnos ante la sociedad sin máscaras y decir lo que pensamos, un número suficiente de personas nos seguirá y nos brindará su apoyo, ya sea en política o por otras vías. Esto lo han entendido bien los principales think-tanks, sobre todo en los Estados Unidos. Falta que lo entiendan los políticos liberales en todo el mundo. Tocan a su fin los tiempos de ese liberalismo moderado hasta el aburrimiento, conformista hasta la negligencia y estratégicamente colocado ante cada decisión en torno a esa calculada y artificiosa entelequia que llaman el “centro”. Es comprensible que nuestros antecesores pusieran el acento en instaurar y proteger unos mínimos de democracia y Derechos Humanos y civiles, porque esa era la prioridad lógica en su tiempo. Hoy no. Hoy ya no estamos en una época de confrontación armada de las ideologías ni tenemos frente a nosotros enemigos totalitarios dispuestos a aniquilar incluso la modesta libertad existente. Por tanto basta ya de entreguismo intelectual: hoy tenemos que pasar página y continuar nuestra misión en vez de seguir cumpliendo la de nuestros abuelos.
Se abre ante todos una nueva etapa en la que tenemos mucho que decir, pero en la que sólo se nos escuchará si lo decimos con convicción, con diferenciación respecto en muchos casos desde fuera del consenso generalizado. En el plano intelectual muchos liberales ya lo están haciendo. Aplicarlo a la política y, especialmente, a la política de partidos es la gran asignatura pendiente. Tenemos que desaprender todo el maquiavelismo de la vieja partitocracia. Pienso que aún es posible trabajar por esta especie de liberalismo puro y fuertemente libertario desde la política de partidos, aunque tal vez sea necesario refundar de arriba a abajo la mayoría de los partidos liberales o, sencillamente, fundar partidos nuevos que no nazcan viciados por los errores del pasado.
Algunas ideas-fuerza
Para terminar me gustaría dejar sobre la mesa unas pinceladas programáticas, unas propuestas específicas del liberalismo actual, un liberalismo fuertemente libertario, radicalmente anticolectivista, firmemente opuesto a la derecha y a la izquierda tradicionales en unos casos, y superador de ambas en otros. Al oírlas se darán cuenta de por qué un liberal, si es liberal en todo, si lo es profundamente, no puede estar en ninguno de los dos grandes partidos convencionales, en el caso español PP y PSOE.
Los liberales queremos que la soberanía y el autogobierno de la persona prevalezcan por encima de cualquier otra consideración, por importante que ésta sea.
Los liberales, por lo tanto, condenamos toda influencia del misticismo sobre la política y sobre la Ley, trasladando a cada ciudadano la plena libertad de decidir sobre todas las cuestiones de tipo moral. Creemos en el derecho a la interrupción del embarazo como un elemento esencial de la soberanía personal de la mujer. Creemos en el derecho a decidir la propia muerte o planificar las circunstancias de la misma, es decir, el derecho a la eutanasia. Creemos que las drogas deben legalizarse, no sólo porque es la mejor manera de evitar su adulteración y hundir a las mafias del narcotráfico, sino porque el ser humano es libre de consumir cualquier producto. Creemos que la orientación sexual de las personas es un factor personal irrelevante a la hora de considerarlas, como la raza, la edad, la estatura o el color del pelo, y por ello reivindicamos todos los derechos para el colectivo de gays y lesbianas, incluyendo el derecho de adopción. Creemos en el derecho a la objeción de conciencia respecto a cualquier obligación impuesta por el Estado. Creemos que la profesión militar debe ser voluntaria y exigimos la abolición del servicio militar en los países donde persiste, por se un secuestro legal intolerable. Creemos en la libertad de asentamiento de las personas en cualquier lugar del mundo y consideramos obsoleto el concepto de nacionalidad frente al de residencia. Creemos en el libre ejercicio de la prostitución, regulada como una profesión más.
Los liberales creemos que la soberanía personal se ejerce sobre un ámbito, que es el de la propiedad. El derecho de propiedad es esencial. La persona nace con algunas propiedades: el proceso biológico que llamamos “vida”, el cuerpo y sus órganos y productos, la opción reproductiva, la mente y la capacidad de pensar e idear, la fuerza y la capacidad de transformar la materia. Con el paso del tiempo adquiere otras propiedades, como los conocimientos, la experiencia, la habilidad, la capacidad de trabajar y los objetos, títulos y derechos que obtiene por diferentes medios: a cambio de su trabajo intelectual o físico, por regalo, por azar, por su habilidad en la adquisición y enajenación de otras propiedades u otras formas de interacción con otros individuos, etcétera. La propiedad es indisociable de la condición soberana de la persona: es la faceta tangible del carácter humano y no meramente animal de la persona. Cuando se priva a una persona de su propiedad bienhabida se hace añicos su soberanía y se la reduce a la condición de esclava, porque sin propiedad casi no hay persona. Por lo tanto los liberales condenamos la lógica de alta tributación y posterior redistribución, una lógica que infantiliza a las personas y crea un hiperestado orwelliano tan insidioso como incapaz.
Creemos en una tributación muy reducida, limitada constitucionalmente, destinada al mantenimiento de un Estado mínimo que actúe como árbitro y garante, sin intervenir en la economía ni en la cultura ni en la sociedad. Creemos justo que esa tributación sea proporcional y no progresiva. Creemos que el endeudamiento del Estado también debe limitarse constitucionalmente. Creemos que la glorificación del Estado del bienestar ha sido un gran error y que éste debe ser desmantelado paulatinamente y sustituido por instituciones de previsión, sanidad y educación emergidas libremente en la sociedad, ya sean con ánimo de lucro o no. Creemos que la universalidad de la sanidad, la educación, la atención jurídica o la previsión de la vejez son conquistas irrenunciables, pero que están mejor gestionadas por entidades privadas que por el Estado. Es particularmente sangrante el expolio al que se somete a los ciudadanos en Europa, España incluida, a través de las cotizaciones a un sistema público de pensiones que sólo genera pobreza en la vejez. Las pensiones de miseria son una consecuencia directa del llamado sistema de “reparto”, el actual, que los liberales queremos sustituir por un sistema de capitalización individual privada, con un fondo de solidaridad que cotice por quienes no puedan hacerlo. Este mismo sistema es extrapolable a la previsión del desempleo, a la educación y a la sanidad.
Los liberales creemos en Estados de tipo federal donde se asegure el pluralismo de las identidades etnoculturales, y preferimos una gran desconcentración de la gestión y de la recaudación, no una administración central fuerte e injerencista. Los liberales no creemos que la monarquía hereditaria tenga sentido en el marco político de una sociedad libre.
Los liberales queremos una democracia profunda y permanente. Profunda porque no se dé un cheque en blanco a los políticos sino un mandato concreto, permanente porque los actuales medios tecnológicos permiten frecuentes consultas a la ciudadanía. Creemos que un sistema electoral justo es matemáticamente proporcional a lo votado, sin las manipulaciones actuales vía Ley d’Hondt. Por supuesto queremos listas abiertas, voto por prioridades, escaños vacíos por los votos en blanco, etcétera. Al mismo tiempo, no creemos que el Estado deba financiar con nuestros impuestos ni a los partidos políticos ni a los sindicatos ni a las patronales ni a las confesiones religiosas ni a ninguna entidad privada, sino que es la sociedad quien libremente aportará a aquellas entidades que prefiera, siendo fiscalmente desgravables las aportaciones a cualquier entidad no lucrativa.
Somos exigentes en la calidad de la democracia, pero al mismo tiempo advertimos que ésta se prostituye cuando se sale de su papel. La democracia es el sistema ideal para la adopción de las decisiones colectivas, y no puede emplearse como excusa para invadir el ámbito de decisión privada de las personas.
Creemos que una democracia auténtica requiere una administración de justicia realmente independiente. Nos oponemos al nombramiento de los órganos judiciales y de la Fiscalía por parte del poder ejecutivo o legislativo.
Los liberales creemos firmemente en el mercado. El mercado no es otra cosa que la libre interacción de millones de personas. El mercado se prostituye y crea injusticias cuando los políticos intentan moldearlo a su capricho. El mercado más justo es el mercado más libre. El mercado existe desde la prehistoria, desde las sociedades humanas más simples. El mercado es la relación voluntaria de intercambio entre las personas, que al actuar en interés propio generan siempre, incluso involuntariamente, un beneficio tangencial para la comunidad.
Creemos que el tiempo de cada persona le pertenece y puede administrarlo como desee. Por ello, entre otras cosas, creemos en la plena libertad de horarios comerciales. Si un comprador quiere comprarse una mesa un domingo a las cuatro de la madrugada y la tienda, sea grande o pequeña, quiere abrir, nadie tiene derecho a impedirlo.
Creemos en la libre asociación, y por ello estamos en contra de la adscripción obligatoria a colegios profesionales, sociedades de autores u otros organismos. El corporativismo merma seriamente la espontaneidad.
Aborrecemos las costosas campañas de publicidad, pagadas con nuestros impuestos, por medio de las cuales el Estado nos dice lo que tenemos que hacer o sentir. Somos nosotros los que tenemos que decirle al Estado lo que tiene que hacer, y sobre todo lo que no tiene que hacer.
Los liberales no creemos en los medios de comunicación de titularidad pública, que suelen ser pozos sin fondo hiperdeficitarios y que sólo sirven a los intereses de comunicación del gobierno de turno. Véase RTVE, sin ir más lejos.
Los liberales condenamos la violencia, el uso de la fuerza para condicionar la acción de otros, ya sea el Estado o un particular quien la ejerza. Creemos firmemente en los Derechos Humanos y civiles, y detestamos toda forma de tortura o trato degradante, condenando la mayor abominación contra la principal propiedad privada, es decir, la pena de muerte.
Los liberales nos reímos del neopatriotismo en cualquiera de sus manifestaciones y estamos por la globalización y el mestizaje. Anteponemos los Derechos Humanos y civiles al concepto de soberanía estatal, defendiendo el derecho de injerencia humanitaria y democrática.
En definitiva, creemos en una sociedad de hombres y mujeres responsables de sí mismos (la responsabilidad es la otra cara de la moneda de la libertad). Una sociedad de seres adultos, soberanos, autogobernados, una sociedad de personas en la plena extensión de la palabra, es decir, una sociedad libre.
Muchas gracias.
(*) Juan Pina,
Vicepresidente del Movimiento de Juventudes Liberales de la UE (1990-1992)
Vicepresidente de la Federación Internacional de Juventudes Liberales (1991-1997)
Vicepresidente de la Internacional Liberal (1997-2002)
Director de la revista Perfiles Liberales, Fundación Friedrich Naumann (1999-2003)