sobre Hambruna Roja
HAMBRUNA ROJA – Anne Applebaum
Usualmente fechada en los años 1932 y 1933 (aunque siguió cobrándose víctimas en 1934), la hambruna ucraniana es uno de los episodios más espeluznantes de un siglo tachonado de horrores, pero también uno de los menos conocidos y más distorsionados. Conocida en lengua ucraniana como Holodomor –nombre formado por las partículas ‘hólod’, “hambre”, y ‘mor’, “exterminio”-, la hambruna ha sido objeto de una variante del negacionismo o adulteración histórica que, con insidiosa obcecación, acompaña algunas de las peores calamidades de la época (considérense acontecimientos como el genocidio de los armenios, el Gran Terror de 1936 a 1938, la violación de Nanking, la matanza de Katyn, el Holocausto, las matanzas de Indonesia en 1964-1965).
En este caso se trata de una sistemática práctica de negación fomentada por una política oficial de ocultamiento, implementada de manera sincrónica con los sucesos; política que la Rusia postsoviética ha perpetuado hasta el día de hoy, secundada -entonces y ahora- por la caterva de los defensores del estalinismo (variante a su vez del fenómeno de los tergiversadores de la historia, o lo que Pierre Vidal-Naquet llamó “los asesinos de la memoria”). Dicha política, característica de un régimen al que eran consubstanciales el secretismo, la desinformación y el falseamiento de los hechos, era parte de una campaña de sometimiento de tenor imperialista, orientada a resolver de una vez por todas la “cuestión ucraniana”.
La campaña apuntaba a erradicar la identidad ucraniana a fin de propiciar la absorción de Ucrania por la Unión Soviética: un legado del imperio de los zares que los bolcheviques hicieron suyo sin complejos, llevándolo a extremos insólitos; semejante fechoría abulta evidentemente el registro de crímenes a gran escala perpetrados por el régimen bolchevique. La investigadora Anne Applebaum, habituada a remecer la conciencia histórica merced a publicaciones como Gulag y El telón de acero, vuelve a hacerlo con Hambruna roja (‘Red Famine’, 2017), libro sustentado en un profuso escrutinio de fuentes tanto primarias como secundarias y que contrarresta el olvido y el encubrimiento relativos al Holodomor.
Los bolcheviques de 1917, internacionalistas por principio y enfrascados en una lucha por afianzar su poder tras el golpe de Estado de noviembre, no podían soportar la existencia de una Ucrania soberana, y la sola idea de que hubiese bolcheviques ucranianos tras el movimiento independentista de 1918 debía parecerles una herejía, cuando no una traición. Rápidamente cancelaron el efímero experimento de república ucraniana, aplicando el consabido repertorio comunista de medidas represivas: entre otras, prohibición de publicar periódicos en lengua ucraniana, apresamiento de intelectuales comprometidos en la promoción de la especificidad nacional, imposición del ruso como exclusivo idioma del sistema educativo, purga del partido bolchevique local de elementos proclives al autonomismo (sin excluir, huelga decirlo, el sofocamiento de toda forma de disidencia). En palabras de la autora, «la retórica del odio hacia todo lo ucraniano se convirtió en parte del discurso bolchevique en Kiev». En el contexto de la guerra civil y el comunismo económico de guerra, se dieron los primeros pasos hacia la colectivización del campo, programa que a un país proverbialmente rico en recursos agrícolas debía afectar del modo más profundo. Apropiándose de un término de escasa resonancia hasta entonces, los “kulaks” (literalmente, “puños”) fueron categorizados como agricultores prósperos, por lo tanto –de acuerdo a la mentalidad bolchevique- explotadores; ya en 1918 quedaron identificados como enemigos de clase a los que se debía reducir sin contemplaciones. Categoría difusa y tóxicamente ideologizada, la del kulak, más un estigma sociopolítico que un concepto riguroso, en los hechos la mera posesión de una vaca y de una pequeña extensión de tierra cultivable bastaba para endosarla a una modesta familia de campesinos. Las consecuencias de la “deskulakización” serían desastrosas para la enorme población rural del país, y de la URSS entera.
La represión de los cosacos en 1919 –masacres incluidas- y la hambruna rusa de 1921, fruto ante todo de una combinación de sequía y reducción del número de trabajadores agrícolas por las convulsiones de los años previos (guerra europea, revolución, guerra civil), anunciaron el desastre ucraniano de principios de los años 30. En 1921, las confiscaciones masivas de grano, patatas y productos afines ayudaron el paliar el hambre en las ciudades, pero sumieron en la inopia a los campesinos de la naciente Unión Soviética. Hubo, empero, un par de diferencias sustanciales con la crisis de una década después: la hambruna temprana no fue ocultada y el gobierno sí trató de solucionarla, recurriendo para ello a diversos medios, incluyendo la aceptación de ayuda foránea (la de mayor cuantía provino de los Estados Unidos). En 1932, la situación sería explotada para incrementar artificialmente los efectos de la crisis alimentaria, a la vez que se escamoteaba su gravedad a ojos extranjeros.
Sin embargo, la imposición de solidaridades de clase en desmedro de las de nacionalidad no fue siempre la exclusiva política gubernamental. A raíz de los levantamientos campesinos de 1919, Lenin dedujo que sería conveniente compatibilizar ambos factores, al menos durante un tiempo, por lo que transigió en halagar los sentimientos nacionales ucranianos. Habilitó la enseñanza y la prensa escrita en lengua ucraniana, permitió en el funcionariado público el bilingüismo (ruso y ucraniano), dio espacio al desarrollo de la expresión literaria y la investigación histórica vernáculas. Con esto trataba de evitar que la sovietización evocara el colonialismo de viejo cuño, congraciándose con las clases medias y el campesinado ucranianos. A la vuelta de los años, Stalin cesaría cualquier atisbo de contemporización. Con el georgiano encumbrado a la jefatura del régimen, la colectivización agraria intensiva dio inicio en 1928, amparada en un discurso plagado de eslóganes contra los kulaks, difamados como acaparadores y explotadores, responsables directos de la miseria del campesinado y del desabastecimiento en las urbes. En paralelo, se ponía en marcha la industrialización de la URSS; según la lógica marxista que inspiraba el régimen, el nuevo estado debía ser un estado obrero, premisa que no solo relegaba al campesinado a un rango subalterno sino que lo condenaba al sacrificio en aras de la industria y el auge del proletariado urbano. En los días de la hambruna, la represión de los kulaks en Ucrania iría de la mano con la guerra imperialista cultural, esto es, con la rusificación y el aplastamiento del nacionalismo ucraniano. (Guerra que abarcaba el embate contra la religión y contra diversas manifestaciones folclóricas, por fuerza impregnadas de un apego emocional a una Ucrania primordialmente rural.)
La estigmatización de los kulaks resultaba congruente con lo que era al mismo tiempo táctica política, maniobra propagandística e indicio de una mentalidad: imputar la deficiente marcha de la economía y remodelación de la sociedad –en suma, la “construcción del socialismo”- a conspiraciones, infiltración por el enemigo y operaciones de sabotaje. A fines de los años 20 debutaron las farsas judiciales en que se procesaba a profesionales, técnicos o trabajadores acusados de pertenecer a organizaciones contrarrevolucionarias frecuentemente apoyadas por potencias extranjeras, invenciones delirantes que en parte reflejaban la mentalidad de asedio que padecían los bolcheviques. La década siguiente fue la del paroxismo de esta situación, que alcanzó su clímax en las grandes purgas de 1936 a 1938. La trama de la hambruna ucraniana en particular incorporó el ingrediente de las conspiraciones y minado clandestino de las obras de industrialización y colectivización agraria, iniciativa por lo general de presuntos vestigios de las agrupaciones anarquistas o nacionalistas que habían sido derrotadas por los bolcheviques en la guerra civil y que ahora operaban en la sombra, coludidos con agentes extranjeros (especialmente polacos).
La colectivización procedió a arrasar con el emprendimiento privado en la labranza de la tierra y la cría de ganado, lo que supuso no solo la reducción de tales actividades al ámbito de los nuevos “koljoses” (granjas colectivas en la forma de cooperativas agrícolas) y “sovjoses” (granjas colectivas de dependencia estatal) sino también el apresamiento de miles de campesinos catalogados como kulaks. Dado lo impreciso del término, un campesino que tuviera dos cerdos en lugar de uno –como sus vecinos- podía entrar en la categoría. Su suerte final variaba entre la deportación, el confinamiento en el Gulag o una pronta ejecución. Las brigadas de expropiación se propasaban con frecuencia, saqueando y propinando toda clase de violencias a los campesinos. Aquí y allá hubo conatos de insubordinación, que iban desde el sacrificio de los animales o la quema de grano hasta el apaleamiento de brigadistas o el asesinato esporádico de alguno de ellos (percibidos como gentes foráneas llegadas para destruir la forma de vida local), pero resultaron inútiles frente al abrumador aparato de opresión estatal.
En el transcurso de 1931, varios de los activistas y dirigentes implicados en la colectivización supieron captar las señales de la escasez que se avecinaba. A una nueva temporada de sequía se sumaban factores como la falta de semillas, tractores y bestias de tiro, la deficiente construcción de depósitos de almacenaje o la depauperación de las técnicas de cultivo. El mal tiempo y el caos de la colectivización afectaron gravemente la capacidad productiva de los campos, perjudicando la vital recolección de grano. El abastecimiento de las ciudades peligraba, pero más sensible para la autoridad central era la repercusión del problema en el área de las exportaciones, prioridad absoluta para un régimen que dependía en alto grado de este rubro. La respuesta automática fue, por supuesto, la búsqueda de cabezas de turco, personificadas por los proverbiales saboteadores (que esta vez debían encontrarse entre los ingenieros agrónomos y activistas de la campaña de colectivización). Por demás, el gobierno no mostró disposición alguna a atender las alertas tempranas de sus propios agentes, en primer lugar, ni, en segundo, a moderar las exorbitantes cuotas de grano destinado a la exportación. Las requisas prosiguieron inmisericordes, aunque jamás podrían satisfacer las cuotas establecidas. Quienes sufrieron las consecuencias inmediatas fueron los propios campesinos: como si no hubieran tenido suficiente con el despojo de sus tierras, aperos de labranza y reservas alimentarias (hasta de sus misérrimas chozas), ahora se les arrebataba la posibilidad misma de subsistir.
Esperar de Stalin un asomo de clemencia o llano realismo, en el sentido de admitir la imposibilidad de cumplir los planes de exportación agrícola, resultaba de antemano ilusorio. Las medidas que hubiesen podido paliar la creciente hambruna ucraniana fueron suspendidas en el verano de 1932, con lo cual ingentes masas de campesinos quedaban condenadas a la inanición. Por si fuera poco, una serie de medidas punitivas fueron aplicadas a las granjas colectivas de menor rendimiento: no solo las reservas de cereal serían confiscadas, también las de carne y de patata; cualquier forma de comercio –por primitivo que fuera- quedaba prohibida; la inscripción en listas negras sustraía a las granjas de cualquier beneficio presente y futuro. Las carreteras fueron cortadas a fin de impedir que los campesinos buscasen alimento o trabajo en otros lugares. En resumidas cuentas, ninguna emergencia humanitaria haría mella en la férrea determinación de sostener la política económica. Cuanto se hizo por órdenes emanadas desde el Kremlin produjo, al decir de Applebaum, «una hambruna dentro de la hambruna». Paralelamente, la difusión en las ciudades de noticias sobre el drama rural fue proscrita, y a quienes emitían comentarios sobre lo que sucedía se los tachaba de contrarrevolucionarios y traidores. La rusificación fue intensificada en desmedro de las manifestaciones de singularidad nacional. La “ucranianización” o exaltación de la especificidad ucraniana fue responsabilizada de la crisis alimentaria. En consecuencia, fueron clausuradas o purgadas las instituciones relacionadas con el fomento de la cultura nacional; las organizaciones cosacas sufrieron una nueva represión; se acusó al partido comunista ucraniano de estar infiltrado de antiguos enemigos de la revolución: la purga subsecuente no se hizo esperar. En suma, la mala cosecha de 1932 fue explotada a fin de expandir artificialmente sus efectos, socavando merced a ello las bases demográficas, sociales y culturales de la nacionalidad ucraniana. Así Stalin resolvía una amenaza potencial que en cualquier momento podía hacer eclosión.
Hambruna roja es lectura obligada para todo aquel que ansíe profundizar en el conocimiento del pasado soviético. Los testimonios de la época reproducidos por la autora nos empapan del dramatismo de los acontecimientos, imbuyéndonos de una inmediatez que complementa de impecable manera la preceptiva distancia y sentido de conjunto de la mirada historiográfica. Una obra notable.
– Anne Applebaum, Hambruna roja. La guerra de Stalin contra Ucrania. Debate, Barcelona, 2019. 591 pp.