El trueque anunciado por Donald Trump en Twitter el 10 de diciembre, por el que Estados Unidos reconoce la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental a cambio del establecimiento de “relaciones diplomáticas plenas” entre Marruecos e Israel, ha sido descrito por muchos como el sumun del mercadeo político internacional. Se hablaba de este potencial quid pro quo desde febrero, cuando una exclusiva de Axios desveló contactos encubiertos israelíes a dos bandas (y la intermediación personal del empresario judío marroquí Yariv Elbaz) con el fin de propiciarlo, aunque éramos muchos quienes pensábamos que todo quedaría en un coqueteo, que ni Washington ni Rabat darían el paso de consumarlo. Error.
Marruecos no solo no ha tardado en sumarse al llamado Acuerdo de Abraham, por el que países árabes como Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Sudán se han comprometido este otoño a normalizar sus relaciones bilaterales con Israel a instancias de la administración presidida por Trump. Es más, la transacción marroquí supera a sus antecesoras por el valor existencial de la contrapartida estadounidense, que desborda la visión racionalista y materialista de los “intereses” en juego. El reconocimiento de lo que un Estado nación considera como su soberanía o integridad territorial –esto es, como parte de su identidad– es el trofeo máximo, inconmensurable. Por la trama de reconocimientos imbricados, este caso tiene puntos en común con el acuerdo Kosovo-Serbia que auspició también Trump en septiembre, con Israel como invitado sorpresa colado por la puerta de atrás en la lista de compromisos.
Pero no nos despistemos. La apariencia trilateral que le da la presencia de Israel como intermediario y beneficiario no quita que este sea en esencia un trato a dos entre el EEUU de Trump y Marruecos. Los israelíes no han tenido que hacer concesiones. Por otro lado, aunque haya podido sorprender a los no iniciados, la vinculación entre las políticas de EEUU hacia el Sáhara Occidental y de Marruecos hacia Israel no es un artificio que se haya sacado de la manga la diplomacia trilera de Trump y Jared Kushner. Es un issue linkage estructural e históricamente constante en las relaciones Rabat-Washington.
Obtener el reconocimiento formal estadounidense de la marroquinidad del Sáhara Occidental anexionado de facto ha sido, desde los años setenta, el objetivo superior invariable –e invariablemente frustrado– de la política de Marruecos hacia la superpotencia al otro lado del Atlántico. Durante y después de la guerra fría, su principal baza en este empeño iba a ser potenciar al máximo el papel de “buen aliado” de Washington-Occidente y “moderado” en asuntos regionales, donde una vara persistente de medir la “moderación” es la actitud conciliadora hacia el Estado de Israel. Rabat ha combinado el papel histórico de Hasán II como mediador entre árabes e israelíes con una importante cooperación bilateral con Tel Aviv, delante y detrás de los focos, en materia de seguridad y económica. Los esfuerzos de estos dos países también han ido de la mano en no pocas ocasiones en su cabildeo en Washington. Pero la ecuación no siempre les ha salido bien a los marroquíes, como demuestran sus tensiones con la diplomacia de George W. Bush tras el rechazo de Rabat del Plan Baker II para el Sáhara Occidental en 2003, la exclusión de este territorio del acuerdo de libre comercio EEUU-Marruecos en 2004, o la crisis bilateral que provocó el intento de la administración de Barack Obama, en 2013, de que el Consejo de Seguridad de la ONU ampliara el mandato de la Minurso a la supervisión de los derechos humanos.
Visto en esta perspectiva, el anuncio de Trump constituye una victoria diplomática sin parangón ni precedentes para Marruecos. El discurso paraoficial de este país la ha celebrado como la consagración final de la estrategia emprendida por Mohamed VI con el Plan de Autonomía para el Sáhara Occidental de 2007, que tuvo una acogida internacional positiva y logró desviar –o confundir– el rumbo de las resoluciones del Consejo de Seguridad hacia la idea de “negociaciones sin precondiciones”. También la ha relacionado con la reciente oleada de aperturas de consulados africanos y árabes en El Aaiún y Dajla, que en cosa de un año ha erosionado el consenso internacional sobre el no reconocimiento formal de las pretensiones marroquíes de soberanía, y con lo que presenta como respaldo internacional a la “legitimidad” de la intervención de las Fuerzas Armadas Reales en la crisis de Guerguerat de noviembre –una violación del alto el fuego de 1991 que ciertamente se ha ido de rositas sin apenas condena exterior–.
Aterrizar el trato
Sin embargo, la idea de trato cerrado es algo engañosa. Si la negociación que ha precedido a los compromisos cruzados ha sido larga e intrincada, mayores aún van a ser los tiras y aflojas sobre qué hacer con este trato a partir de ahora, sobre en qué medida y cómo llevarlo a la práctica. El diablo está en los cabos sueltos. Y las discrepancias entre las lecturas inmediatas de Trump y el Gabinete Real marroquí dan a entender que no son pocos.
Haya mediado engaño o simple ambigüedad, lo cierto es que ninguna de las dos partes parece totalmente preparada o capacitada para ceder todo lo que la otra entiende que ha prometido. Del lado de Marruecos, las relaciones diplomáticas “plenas” con Israel pregonadas por Trump quedan rebajadas de manera significativa en el comunicado del Gabinete Real. Este concreta el contenido de la normalización bilateral en ciernes en tres puntos: autorización de vuelos directos entre los dos países, restablecimiento de contactos oficiales y relaciones diplomáticas “tan pronto como sea posible”, y cooperación económica y tecnológica, empezando por la reapertura de la oficina de enlace (comercial) marroquí en Tel Aviv. Ni una palabra sobre una posible embajada.
La citada oficina de enlace funcionó desde los Acuerdos de Oslo hasta finales del año 2000, cuando fue clausurada en protesta por la violencia israelí en el contexto de la Segunda Intifada palestina. Es decir, lo más que Rabat parece dispuesto a hacer en 2021 es retornar al statu quo bilateral de los años noventa, la etapa de optimismo sobre el “proceso de paz” israelo-palestino. La cooperación con Israel volvió al armario en los 2000 debido al compromiso oficial de Marruecos con la Iniciativa Árabe de Paz promovida por Arabia Saudí en 2002, que requería detener toda normalización con Tel Aviv conforme al principio de “paz por territorios”.
La cautela y ambigüedad de la normalización marroquí actual es un claro intento de limitar sus costes de legitimidad interna, que no parecen desdeñables si atendemos a los precedentes de masivas protestas populares por la causa palestina en el país, desde la Segunda Intifada a la guerra de Gaza de 2008-09. La particularidad de estas manifestaciones durante el reinado de Mohamed VI han sido sus estructuras de movilización, basadas en redes y coordinadoras ad hoc que reúnen a todos los actores de la oposición al régimen más irreductibles y resistentes a la cooptación monárquica, desde los islamistas de Al Adl wal Ihsan a la izquierda crítica y la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH), los mismos que vertebraron las protestas del Movimiento 20 de Febrero durante la llamada “primavera árabe” de hace 10 años y que ya han salido a condenar la normalización con Israel en los últimos días. En otras palabras, las movilizaciones contra Israel y por la causa palestina “son un caldo de cultivo propicio para el aprendizaje de la protesta y la constitución de redes de oposición polivalentes, espacios de encuentro, colaboración y coalition-building entre actores de muy diverso signo ideológico –desde la izquierda crítica a los islamistas– que pueden luego reactivarse con objetivos más propiamente nacionales”. Estas coaliciones inter-ideológicas transversales constituyen una amenaza potencial para la estabilidad del régimen monárquico. De ahí el afán actual de las autoridades marroquíes por controlar la reacción doméstica al trueque con EEUU, centrando el relato en el logro patriótico sobre el Sáhara mientras se omite o quita hierro a la normalización con Israel, y prohibiendo directamente las manifestaciones contra esta última.
Por otra parte, del lado de EEUU, la declaración de Trump de reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental que el Gabinete Real marroquí ha presentado como un “decreto presidencial, con lo que este acto implica de fuerza legal y política innegable y con efecto inmediato”, en realidad se ha hecho por medio de una proclamación presidencial. A diferencia de las órdenes ejecutivas, las proclamaciones presidenciales son declaraciones esencialmente políticas, que pueden tener contenido sustantivo en asuntos exteriores pero carecen de fuerza de ley si no media autorización del Congreso. Trump ha utilizado ya este mecanismo para sus controvertidos reconocimientos, contrarios al Derecho Internacional, de Jerusalén como capital del Estado de Israel (2017) y la soberanía israelí sobre los Altos del Golán (2019). Pero en un asunto como el del Sáhara Occidental, donde no cuenta presumiblemente con un apoyo mayoritario en el Congreso y a las puertas de su salida de la Casa Blanca, la consistencia legal (interna) de su decisión parece cuanto menos dudosa. Tampoco hay tiempo material en lo que queda de transición presidencial para traducir el reconocimiento en políticas concretas, partidas presupuestarias u otros hechos consumados en el Sáhara, más allá de la presentación en la embajada estadounidense en Rabat del nuevo mapa oficial ampliado de Marruecos como “representación tangible” y el anuncio de un futuro consulado e inversiones privadas en Dajla. Esto deja a Joe Biden margen para revertir el compromiso de Trump, como han pedido ya distintas voces en Washington. Pero también le deja un marrón, pues esto se llevaría por delante la normalización marroco-israelí, que indudablemente sí le complace.
En cualquier caso, la reversibilidad del trueque es clave, porque romper la baraja del multilateralismo y los mínimos del derecho internacional a favor del más fuerte no es forma de solucionar ningún conflicto. Ni en el Sáhara Occidental ni en Israel-Palestina. La paz de los vencedores no solo no es deseable. Es que no es posible.