*Estados (des)Unidos*, José María Lassalle
Las elecciones presidenciales del próximo 3 de noviembre en Estados Unidos son una encrucijada para todos. No solo para los estadounidenses, sino para toda la humanidad. Siempre fue importante saber quién habitaría la Casa Blanca durante, al menos, cuatro años, pero esta vez la pregunta reviste una importancia adicional que, además, es inédita por la gravedad de su repercusión. De hecho, desborda con creces las expectativas agónicas que acompañaron la contienda electoral del 2016, cuando se enfrentaron Donald Trump y Hillary Clinton, y la mayoría de la gente contempló la victoria del primero como una hipótesis aterradora.
La razón está en que el desenlace electoral norteamericano compromete la viabilidad futura de la democracia: en Estados Unidos y a escala global. Sucede en un contexto de hiperinteracción de las sociedades democráticas, cuando están íntimamente desestabilizadas por la convergencia fatal de una crisis económica cuyos efectos sociales más devastadores están todavía por llegar. A ello se añade que la propagación de la pandemia no está controlada; que la obtención de la vacuna se demora; que la polarización política aumenta, y que todo pasa en medio de un pulso geopolítico que libran Estados Unidos y China por la hegemonía global.
Bajo estas premisas, puede afirmarse que las elecciones del 3 de noviembre se han convertido en un plebiscito sobre la democracia misma. No solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo. Hablamos, por primera vez en la historia norteamericana, de una interpelación directa al pueblo para que decida sobre cómo quiere vivir su centenaria democracia: si normalizada o excepcionada; si liberal o iliberal; si institucional o cesarista; si abierta o cerrada; si heterogénea u homogénea.
Que tenga lugar esta interpelación en la sede de la primera democracia moderna tiene una fuerte carga simbólica. No hay que olvidar que Estados Unidos fue la primera nación del planeta, después de la Atenas mítica, que fue una democracia con todos sus atributos. Lo fue tan a conciencia, que a partir de su ejemplo se propagó como la forma de gobierno que secunda más o menos la mayoría de los países de la comunidad internacional.
Precisamente esta circunstancia simbólica que mencionamos hace que las elecciones presidenciales adquieran el sesgo especial que comentamos. No en balde la pandemia nos sitúa ante un escenario liminal que establecerá reglas distintas a las conocidas, alterará las mentalidades y rediseñará la narración del sentido que, en términos políticos, definirá la democracia en las próximas décadas. Entre otras cosas porque el devenir del siglo XXI y sus crisis demuestran que no goza de buena salud. La seguimos habitando, es cierto, pero con cierto disgusto, sin confort y asumiendo riesgos cada vez mayores porque sus materiales básicos muestran una preocupante aluminosis. Lo demuestran los datos del Liberal Democracy Index del V-Dem Institute y de Freedom House. Ambas instituciones emiten el mismo diagnóstico: que el crédito y la calidad de las democracias liberales en el mundo retroceden, y mucho.
Las elecciones del 3 de noviembre se han convertido en un plebiscito sobre la democracia
Perico Pastor (Perico Pastor)
Por eso, la elección presidencial norteamericana será un punto de no retorno. Entramos en los umbrales de una reconfiguración de la democracia conforme a una arquitectura que probablemente deje de fundarse en razones para hacerlo en pasiones; que debilite la paz social para reforzar el conflicto; que matice la institucionalidad para abrazar el personalismo; que limite la deliberación para impulsar el decisionismo; que margine la libertad y la igualdad, para priorizar la seguridad y la dominación de la mayoría; y que sustituya la búsqueda de la concordia para entregarse a la desunión y la discordia.
En resumidas cuentas, hablamos de un proceso electoral donde el pueblo norteamericano decidirá, con la excusa de nombrar a su presidente, cómo quiere resolver la presión que el populismo ejerce sobre la democracia. El problema estriba en que decidirá por todos arrastrado por una tendencia histórica que no puede neutralizar, por el momento, más allá de un control provisional de daños. Al menos, mientras dure la pandemia y sus efectos más graves se demoren en el tiempo. Y es que, no nos engañemos, gane o pierda Trump, la pesadilla que representa no desaparecerá.
Si gana, porque su elección agravará aún más las cosas. Sobre todo porque su mandato será mucho más ambicioso en términos populistas. Así, conducirá a Estados Unidos a perpetuar una democracia excepcionada que tensionará aún más los ejes de legitimidad liberales hasta dañarlos irreversiblemente y alterarlos desembocando, quizás, en una democracia cesarista, o algo peor.
Pero si pierde y es elegido Joe Biden, porque seguirá siendo un problema al no reconocer su derrota, ni se resignará fácilmente a abandonar el poder, ya que Trump cuestionará la legitimidad del vencedor mientras dure su mandato.
Pase lo que pase, Trump será el protagonista del desenlace que arrojen las urnas. Si gana, por razones obvias; pero si pierde, también. En este caso, logrará que la mitad de la nación no reconozca a Biden como presidente y liderará una resistencia activa frente a él que dejará pequeña la revuelta anti-Obama que protagonizó el Tea Party durante los gobiernos del presidente demócrata.
No nos engañemos, gane o pierda Trump, la pesadilla que representa no desaparecerá
En ambos supuestos, Estados Unidos afronta una elección inquietante porque puede partirse por mitades que, además, se instalen en un permanente conflicto social. No hablo de una guerra civil, sino más bien de una adaptación posmoderna de ella. Un conflicto estructural que quiebre la lógica pacificadora, racional y deliberativa de la democracia liberal para iniciar otra de conflicto, apasionamiento y violencia.
La imagen de Donald Trump abandonando la semana pasada la Casa Blanca como un presidente civil, cabizbajo y apesadumbrado por el virus de la Covid-19 es reveladora. Sobre todo porque contrasta con la que le acompañó pocos días después. Esta vez, su aparición no ocultaba que volvía a su residencia presidencial con aires de commander in chief , victorioso al derrotar en su propio cuerpo la enfermedad que tiene al país al borde del colapso. Entre otras cosas, porque no tuvo miedo del virus y lo venció con la determinación decisionista que está detrás de los caudillos invictos. Un balance visual inquietante que anticipa lo que puede surgir del plebiscito del 3 de noviembre.