Las circunstancias del trágico accidente del Carmel aún no se han esclarecido totalmente, y no seré yo quien abunde en el dolor que las envuelve. Las investigaciones de accidentes con víctimas mortales son siempre procesos muy delicados, susceptibles de filtraciones tan inquietantes como las de Barajas, de modo que cabe pedir un escrupuloso respeto por el trabajo de quienes en estos momentos lo investigan. Pero eso no obsta para que, al margen de las circunstancias concretas que se dieron este sábado en la confluencia de la calle Dante con Pantà de Tremp, se puedan hacer algunas consideraciones. De entrada, una defensa sin reservas del colectivo de conductores de autobús y, en concreto, de los que transitan por el Carmel. Llevo más de treinta años usando los autobuses verdiblancos de Authosa, desde que se llamaba Empresa Casas, y no puedo sino loar su pericia, profesionalidad y paciencia. En concreto, el recorrido de la línea del siniestro - 87- es un empinado laberinto. De existir el trial bus,sería un recorrido ideal para celebrar un campeonato. Durante dos cursos me chupé, cada viernes, su trayecto de principio a fin y viceversa, acompañado en la vuelta por mi hijo y sus circunstancias, en forma de silla de ruedas. Les aseguro que es toda una experiencia.
Otra consideración tras una desgracia como la del sábado es la dificultad de valorar el grado de responsabilidad de los implicados. Queda claro que todo siniestro tiene actores visibles. Siempre hay un conductor cuyo vehículo se descontrola, choca o atropella. Sin actores no habría acciones ni accidentes. El código de circulación establece unos criterios objetivables para repartir las culpas entre el elenco actoral. En una colisión, quien embiste por detrás cargará con el mochuelo, a menos que se demuestre que el vehículo delantero puso la marcha atrás. Casi todo el mundo ha tenido algún percance leve (o grave) yendo al volante, y se habrá formado una opinión sobre su grado de responsabilidad en el siniestro. Otra cosa es que sea incapaz de admitirla públicamente, o que forme parte del ejército Yonohesido,en cuyas nutridas filas militan quienes jamás tienen la culpa de nada.
Dicho ejército tiene una compañía de infantería especializada en el ataque estático vial, una sofisticada estrategia militar basada en infligir daños sin mover ni un dedo. Se trata de aparcar el carro de combate en el espacio donde más estorbe al enemigo, entendiendo por enemigo a ese ser mutante que las plegarias cristianas denominan prójimo. Ya sea en calzada o acera, el buen soldado yonohesido tiene la heroica misión de depositar su vehículo en un enclave con potencial para ser punto negro. En ocasiones basta con dejar el carro de combate en segunda fila o en medio de la calle, sin más, pero hay variantes muy sofisticadas: aparcar en el paso de cebra para que ninguna silla de ruedas ni carrito pueda aprovechar el bordillo adaptado, bloquear el carril bici o la salida de un parking, o ambos accesos a la vez, dejar una furgoneta voluminosa aparcada en un cruce par impedir el giro de los autobuses o simplemente para ocultar la existencia de la otra calle, si puede ser, tapando el espejo que en teoría permitiría evitar las colisiones... Los recursos de estos guerrilleros del estatismo tienden al infinito, y cada vez son más atrevidos. Lo curioso es que su porcentaje de éxito sea tan bajo. Basta ponerse gafas de perito y circular un día por la ciudad para acabar con los pelos de punta, ponderando el concepto estático de la voluntad divina que tenía mi abuela Paula: "Si no passen més desgràcies és perquè Déu no ho vol!".
23-IX-08, Màrius Serra, lavanguardia