El Ernst Happel de Viena, donde anoche se disputó el España-Italia, es una estructura remozada del primigenio estadio Prater, utilizado durante la II Guerra Mundial como campo de internamiento de judíos austriacos. La historia es así de desagradable, incluso con ese misterio teológico que atiende por fútbol, en el que veintidós pares de botas son capaces de exaltar patriotismos y devociones locales propias de un peregrino. Después de muchas décadas de delirantes elucubraciones, ya sabemos que el balompié puede aglutinar a los extremos ideológicos de la sociedad. No crean que siempre fue así. Eduardo Galeano, que jura haber nacido gritando ¡gol! y no llorando como cualquier mortal, contribuyó a abrir los ojos de los intelectuales soberbios que abjuraban de esta religión popular. El escritor uruguayo se ha mofado de aquellos tiempos conspirativos en los que la derecha veía con buenos ojos el tirón del fútbol, como máxima demostración de que el pueblo pensaba con los pies; mientras que la izquierda achacaba a este deporte un papel opiáceo y supersticioso que impedía que el populacho pensara en la revolución. Superados aquellos debates estériles, conviene no quedar en fuera de juego ante la cruda realidad. El fútbol es una industria controlada por tecnócratas. Desde la FIFA hasta multimillonarios con fortunas de dudosa procedencia que compran clubs. Estamos ante un juego ejecutado por escuadras simbólicas que jamás resistirían una limpieza étnica, so riesgo de descender a divisiones carentes de rentabilidad. Quizás por ello propicia el tráfico de niños africanos que patean pelotas de trapo en sus países de origen con la esperanza de que, patera de por medio, acaben siendo el Drogba de turno.
23-VI-08, Alfredo Abián, lavanguardia