Javier Cremades, presidente del Observatorio del Notariado para la Sociedad de la Información.
Se celebra este año el primer centenario del nacimiento de Hannah Arendt, una mujer que vivió la experiencia del exilio, fue apátrida y, además de insigne filósofa, se convirtió en una contundente analista de los más importantes acontecimientos históricos de su tiempo. La actualidad de su monumental obra, «Los orígenes del totalitarismo», se hace patente cuando se piensa en la encrucijada política en la que nos encontramos en España.
Se ha señalado frecuentemente que los movimientos totalitarios usan y abusan de las libertades democráticas con el fin de abolirlas: «Ésta no es simplemente maligna astucia por parte de los dirigentes o estupidez infantil por parte de las masas -aclara Arendt-. Las libertades democráticas pueden hallarse basadas en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; sin embargo, adquieren su significado y funcionan orgánicamente sólo allí donde los ciudadanos pertenecen a grupos y son representados por éstos o donde forman una jerarquía social y política».
Porque el advenimiento de los regímenes totalitarios en Europa fue posible por la existencia de dos espejismos de los países gobernados democráticamente. El primero consistía en «creer que el pueblo en su mayoría había tomado una parte activa en el Gobierno y que cada individuo simpatizaba con un partido o con otro». Al contrario, la experiencia del régimen nazi en Alemania demostró que «las masas políticamente neutrales e indiferentes podían ser fácilmente mayoría en un país gobernado democráticamente», por lo que «una democracia podía funcionar según normas activamente reconocidas sólo por una minoría». El segundo espejismo de las democracias occidentales consistía en suponer que «estas masas políticamente indiferentes no importaban, que eran verdaderamente neutrales y no constituían más que un fondo indiferenciado de la vida política de la nación».
Es necesaria por tanto una nueva inyección de principios democráticos que involucren a los ciudadanos en el gobierno de la sociedad, más allá de la periódica celebración de elecciones. Es cierto que, como dice Samuel P. Huntington, «las elecciones competitivas, libres e imparciales son la esencia de la democracia, su inevitable sine qua non». Pero, a partir de ahí, los gobiernos pueden ser corruptos, ineficaces o irresponsables, lo cual les haría menos democráticos, aunque no necesariamente antidemocráticos.
Está aceptado pacíficamente que el elemento esencial de una democracia es el Estado de Derecho, pero una verdadera democracia requiere, sin embargo, algo más. El sistema político necesita de la actividad de sus propios componentes. El grado de respuesta de una democracia -«democratic responsiveness»- depende de la participación de los ciudadanos, de su capacidad para votar, presionar, protestar y organizarse para influir en las decisiones del ejecutivo. Pero sino queremos caer en la demagogia hay que advertir de que la participación no es la panacea. Esta necesidad hay que conjugarla con la eficiencia, porque la paradoja del sistema democrático es que cuanto más se democratizan las decisiones menos eficacia práctica suelen alcanzar: lo que algunos analistas denominan «la esquizofrenia de la democracia liberal». La participación política no es, por tanto, algo sencillo ni la fórmula mágica para regenerar las cansadas democracias occidentales. Resulta imprescindible entender la participación en el contexto de un modelo político y social viable.
En este estado de cosas se están abriendo nuevas posibilidades de regeneración del sistema democrático gracias al cambio que supone el llamado micropoder: la nueva distribución del poder que supone la aparición en escena de una gran masa de personas participando, opinando, cooperando, creando redes, deliberando con los instrumentos que han alcanzado gracias a las nuevas tecnologías.
Actualmente, hay que tener en cuenta que la vida política no agota las dimensiones múltiples de la vida cívica, por lo que el político profesional no debe caer en la tentación de erigirse como único referente de la vida social. Es ya hoy un hecho que los ciudadanos interconectados e interactivos, armados de poderosa munición tecnológica, han dado un decisivo paso adelante y reclaman el protagonismo central que siempre les correspondió. El micropoder está naciendo, precisamente, de la disolución de los poderes institucionales que se tienen que abrir a la participación de la ciudadanía para no morir de ineficiencia y falta de legitimación. Hoy ya no basta con mirar frecuentemente la bola de cristal de las encuestas para medir la aprobación social. Ahora los poderes públicos necesitan gobernar en constante diálogo con una ciudadanía que ha descubierto el micropoder de intervenir en la «cosa pública».
Esta circunstancia está modificando el propio sistema que la ha hecho posible. Porque si el micropoder es un resultado del desarrollo democrático ayudado por las nuevas tecnologías, también se puede afirmar que el micropoder modifica el propio sistema democrático. En su obra «Los Discursos sobre la primera década de Tito Livio», Maquiavelo sostiene precisamente que la capacidad creativa y el dinamismo de una república surgen de la virtud de los ciudadanos, es decir, de su libre participación en la vida comunitaria y, como consecuencia de ello, en la política de una ciudad a la que pertenecen como miembros activos y responsables.
Por eso, la principal aportación de la revolución del micropoder a la regeneración de la democracia no es, por tanto, ningún avance tecnológico como podría ser el voto electrónico. Su principal contribución es hacer posible un verdadero diálogo social entre los ciudadanos y entre los ciudadanos y los poderes públicos. El diálogo social puede así convertirse, a través de las nuevas tecnologías, en pieza clave de un nuevo modelo democrático más relacional y dialógico, es decir, interactivo. Porque, como decía Burke, cuando los ciudadanos son capaces de concertar sus respectivas libertades, esa común libertad suya es poder: hoy es micropoder.
abc, 24-IX-06