"El ateísmo", Ll. Moix

El marqués de Sade, que era un hombre impulsivo, dado a los excesos, se levantó un día con ínfulas heroicas y dijo: "Cuando el ateísmo quiera mártires, que lo diga y tendrá mi sangre". El pensador esloveno Slavoj Zizek, que es un hombre más templado y racional, se conforma con sugerir que "el ateísmo es un legado por el que vale la pena luchar". Con esta idea encabezaba el artículo que publicó el pasado martes en el diario International Herald Tribune,en defensa de los valores del descreimiento.

En dicho texto, Zizek comenzaba citando a Dostoyevsky, que alertó ante los peligros del nihilismo y la negación de Dios, vaticinando que si Dios no existiera todo estaría permitido. Y, acto seguido, le rebatía con esta reflexión: "Tal idea no puede estar más equivocada. La lección del terrorismo actual es la contraria: si Dios existe, todo está permitido, incluyendo en ese todo hacer saltar por los aires a miles de inocentes; al menos, para aquellos que dicen actuar así en nombre de Dios (...). En eso, algunos fundamentalistas religiosos vienen a coincidir con los estalinistas, que creían que todo les estaba permitido en nombre del comunismo".

La lección del terrorismo actual a la que alude Zizek no es meramente teórica. Puede ser ilustrada con muchos ejemplos reales. Todos conservamos el horripilante recuerdo de las Torres Gemelas desmoronándose con miles de personas atrapadas en su interior. Todos padecemos las reiteradas imágenes de matanzas de civiles que causan los terroristas suicidas en Iraq cada mañana (y que nosotros vemos en el televisor mientras almorzamos). Todos sabemos que la Administración Bush cree contar con el beneplácito divino cuando envía a sus bombarderos sobre Bagdad u otras ciudades iraquíes.

Ante esta situación, Zizek, muy modoso, reivindica la dignificación del históricamente vituperado ateísmo. Lo califica como "uno de los grandes legados europeos, y acaso nuestra única herramienta para la paz". Y alaba, evocando al filósofo David Hume, el altruismo de los ateos: la conducta más respetuosa con Dios es la del que, ignorando su existencia, actúa de acuerdo con unos principios morales (es decir, la del que obra guiado por una idea de rectitud personal e interés común, sin esperar recompensa por sus acciones, ya sea ésta el cielo de san Pedro o el paraíso poblado de huríes; en suma, la de quien simplemente hace lo que cree que debe hacer de acuerdo con su conciencia).

Aún podríamos decir algo más en favor del ateísmo: parece más sensato no reconocer ningún Dios que escudarse en uno de ellos para cometer acciones criminales, infames, tal y como hacen hoy tantos fanáticos religiosos. Ante ciertos excesos de los iluminados, ya manifestó en su día el cineasta Luis Buñuel, con aragonesa retranca, que "gracias a Dios, todavía soy ateo". Pero la cuestión no estriba en oponer el ateísmo a la religión de los fanáticos - y mucho menos a la religión considerada como una pacífica vía para la espiritualidad particular-, sino en reivindicar las virtudes convivenciales del ateísmo, especialmente en unos tiempos en que la religión, abducida por los radicales, se ha convertido en una seria amenaza para el futuro de la humanidad. En definitiva, no se trata, como proponía el marqués de Sade, de salir a la calle a inmolarse en las filas del ateísmo; se trata, precisamente, de todo lo contrario: de contribuir, desde su desapasionamiento, a la reflexión sosegada, abierta y, llegado el caso, reformista, sobre el futuro sostenible de las religiones.

lavanguardia, 19-III-06