Alba se debate entre la vida y la muerte en el hospital Vall d´Hebron después de haber recibido en su hogar una tremenda paliza. A finales del año pasado ingresó con fractura de húmero. Apenas ha conocido Alba nada más que violencia, conflictos familiares y cambios de residencia. Sus progenitores, separados, llevan años convirtiéndola en arma arrojadiza. La madre es una mujer de mirada perdida y lágrima fácil. Ahora, bajo los focos de la prensa, acusa a su compañero. Durante meses convivió con él sin defender a la desvalida criatura que parió. El padre biológico afirma ser "inocente de todo", pero está bajo sospecha. Sabemos por una pequeña hermanastra que el compañero de mamá torturaba a Alba con sadismo. ¿Cómo sería un fin de semana en este piso con un hombre irritado martirizando a una niña en presencia de una madre de ojos perdidos y de otra niña que contempla la escena como si se tratara de un filme de terror?
Alba fue crucificada. El macho de mamá ató a la niña a una silla con el cinturón del albornoz y la golpeó hasta destrozarla. Los médicos han diagnosticado traumatismo craneoencefálico, y la madre ha descrito el escenario: "Había sangre por todas partes". Esta crucifixión culmina el calvario (abusos, torturas físicas, maltratos emocionales) que reciben en su propio hogar muchos niños españoles: 4.994 en el año 2003, según datos del Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia que publicaba el viernes La Vanguardia. Según este estudio, los que maltratan a los niños son gente socialmente problemática, en dificultades. Pero sería una confortable interpretación deducir que la causa es económica, que la violencia se resuelve con mejoras sociales y educativas.
Se narra en el Génesis una tremenda escena bíblica en la que Yahvé ordena a Abraham sacrificar a su hijo Isaac. Abraham obedece sin rechistar. Improvisa un altar, ata al niño y levanta el cuchillo para degollarlo. Pero un ángel de Yahvé detiene su brazo y, elogiando su obediencia, le conmina a sacrificar un carnero enredado en la espesura. Esta angustiosa escena simboliza, seguramente, el paso cultural de los sacrificios humanos a los sacrificios animales, pero también la aparición del tabú de la infancia violentada. Muchos abuelos de hoy recuerdan todavía como sus madres, durante la hambruna de la Guerra Civil, se sacaban la comida de la boca para ofrecérsela a sus hijos. Si todos los progenitores que pasan dificultades cargaran sus frustraciones sobre los niños, la humanidad habría desaparecido.
Siendo influyente, por lo tanto, el factor socioeconómico, hay que buscar otras explicaciones a la violencia doméstica contra los niños (y contra los débiles en general: mujeres, ancianos, enfermos). No es fácil precisarlas, aunque algunas paradojas contemporáneas sugieren algunas preguntas que ya no pueden esperar más. Progresa y se generaliza la educación, se destinan a ella enormes sumas, pero aumentan la violencia, la agresividad y la vulgaridad expresiva.
Domina en nuestras sociedades el llamado políticamente correcto que entroniza, en teoría, los valores humanistas, el respeto al débil y todo tipo de piadosos eufemismos verbales, pero se propaga a la vez, través de los medios de mayor audiencia, la fascinación por la fuerza bruta, la belicosidad política, la burla y el desprecio del adversario. Observando las manifestaciones de barbarie de los adultos que rodeaban a Alba, hay que hacerse dos preguntas: ¿sirvió de algo la educación escolar que recibieron? ¿No sirve ni tan siquiera de muro de contención la red de servicios sociales que las administraciones colocan en las zonas de riesgo?
Cambiando por completo de tercio argumental, y ante este lamentable panorama de policías, jueces y servicios sociales lentos, despistados y descoordinados que no consiguieron salvar a Alba de la crucifixión, este caso pone de relieve un fracaso: el de la Administración pública.
Cualquier ciudadano que tenga contacto con la justicia en particular y con el laberinto de las administraciones en general percibe esta evidencia: los formidables presupuestos públicos destinados a servir a los administrados acaban fundamentalmente sirviendo a los administradores. Los beneficios sindicales y las facilidades laborales de que disponen los funcionarios no se corresponden con el servicio que ofrecen. La Administración pública está pidiendo a gritos una verdadera reforma, especialmente la judicial, que parece haberse convertido en una canonjía para sus funcionarios y en un feudo inexpugnable para sus jerarcas. Puesto que los políticos no se atreven a reformar la Administración, la opinión pública debe ser implacable cuando la descoordinación, la desidia o la holgazanería públicas se manifiestan obscenamente: hay que exigir cuentas sin descanso a las administraciones que, habiendo tenido noticia de los sufrimientos de Alba, no hicieron todo lo posible por evitarlos.
Y un contrapunto final: la protección pública de las desgracias privadas tiene un límite. Un papá Estado que se entrometa en todas las casas, que estimule la delación vecinal y pretenda reformar el corazón de los individuos se convertiría en un remedio peor que el mal que pretende curar. La historia reciente del mundo está llena de experiencias políticas abominables iniciadas con la pretensión de reformar la humanidad y de crear un hombre nuevo. El sueño de la razón ha producido monstruos tan terribles como los que produce el instinto desbocado.
lavanguardia, 13-III-06