Ya las plumas de mayor peso literario de La Vanguardia,Baltasar Porcel y Joan de Sagarra, glosaron ayer el fenomenal zafarrancho del Senado italiano. Los gestos obscenos y los insultos del senador Barbato, el desmayo de su compinche y el descorche de la botella de spumante.Sin olvidar la loncha de mortadela que se zampó un senador como si se zampara a Prodi, gesto que obligó al presidente del Senado a gritar en defensa de la dignidad de la institución: "Non siamo mica in osteria!".
No, los senadores italianos no estaban en un hostal, sino en el Palazzo Madama, que fue de los Medici. No existe una galería de invitados más imponente que la de aquel hemiciclo. Ni unos frescos que mejor idealicen la tarea senatorial.
Cesare Maccari los pintó en 1880 y representan escenas arquetípicas del antiguo Senado romano.
Sobre un fondo de senadores expectantes, Cicerón, togado de blanco impoluto, extiende los brazos para reforzar su famosa acusación: "Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?". Perdido en las brumas del tiempo, Cicerón parece ahora reclamar: "Hasta cuándo seguiréis, senadores de la antipolítica, abusando de la paciencia de los italianos?".
Otro de los frescos de Maccari inmortaliza la entrada de un anciano en el Senado. Appio Claudio, arquitecto creador de la Via Appia, está ciego y apenas puede andar, pero pronuncia un enérgico discurso en contra de las humillantes condiciones que pretende imponer el enemigo Pirro de Epiro. Vitaminados por la vibrante oratoria, los romanos, sacando fuerzas de flaqueza, derrotarán a Pirro (que, por cierto, desde entonces pasará a la historia como aquel que pierde la guerra por haber gastado todas las energías en las primeras victorias). En el mismo palacio que alberga estas escenas se produjo la semana pasada el entierro casi definitivo de un sistema político que ya no puede caer más bajo.
Se ha repetido estos días que Italia es así. Que va "da sola", al margen de sus gobiernos. Eso fue durante décadas. El talento, el ingenio, la imaginación, la competitividad de los italianos, su visión individualista y gozosa de la existencia parecían conjurar todos los males de la vida pública: corrupción, palabrería, infinito chalaneo, inconstancia. Los italianos, como sugería Josep Pla (padre de los italianófilos catalanes, que somos legión), conseguían siempre campare,un verbo que existe también en catalán y que equivale al castizo tirar p´alante.Siempre sobrevivían los italianos a las crisis, a la mafia, a los infinitos embrollos de la política.
Pero el que visita Italia con frecuencia constata, de un tiempo a esta parte, que los desastres públicos están dejando huella. No es necesario recordar la excepcional acumulación de basura en Nápoles (montañas de inmundicia, que en ninguna otra parte de Europa serían imaginables). Basta con constatar el visible progreso de la basura metafórica. La suciedad, la incuria y la desolación urbanas avanzan. Se mantienen en el Mezzogiorno, están conquistando Roma y se acercan a Milán y Turín. Pasé unos días de Navidad en Roma. Tomé un autobús en Ciampino, que conecta con el metro en Anagnina. El exterior de la estación parece salido de los años cincuenta. La misma suciedad, tristeza e incuria que vemos en los filmes del realismo. Con agravantes: la miseria que arrastra la emigración y el envejecimiento de los escasos servicios públicos. El mes anterior también estuve en la Ciudad Eterna, como quizá recuerde el lector. Llegué por Ciampino, pero esta vez tomé un taxi. El conductor, salado y parlanchín, empezó a despotricar de los políticos al saber que yo era periodista. Al llegar al hotel, y después de pagar, le pedí un recibo. Me entregó tres en blanco. "Rellénelos usted mismo", dijo, guiñándome un ojo. Que falsificara tres viajes, sugería. "¿No se da cuenta - le dije- de que me está invitando a practicar lo que condena en los políticos?". Me dejó con la palabra en la boca y salió zumbando, no sin antes burlarse de mi madre. La corrupción no es sólo una enfermedad política. A este paso, acabará impregnando la entera vida italiana.
Y la vida catalana. Cuidado con esta gripe italiana. No está tan lejos de nosotros. El sistema italiano es autista: remite obsesivamente a sí mismo y se niega una y otra vez a responder a las necesidades de la mayoría social. También la política catalana tiende en los últimos años a tal autismo. Que acabará generando vicios difíciles de extirpar. El desapego cínico es el primero. El segundo es el del reparto: a cada grupo político le corresponden unas prebendas, unos caminos de intervención, unos raíles de influencia (una parte de TV3, una presidencia de Caixa...). Poco a poco, se acostumbra la gente a intervenir en sociedad no en virtud de los méritos, la energía personal o la capacidad de iniciativa económica, sino en virtud de la pertenencia y fidelidad a unos grupos que acaban controlándolo todo. Que no dejan respirar a la sociedad. Y que acaban imponiendo la ley del pantano, en el que todo se enfanga. La sociedad se convierte en un puzzle acabado: inamovible. Y la política, perfumada de aromas sicilianos, queda atrapada en el pozo de la componenda y la desolación.
28-I-08, Antoni Puigverd, lavanguardia