ŽNoŽ, Clara Sanchis Mira

Hay personas que tienen serios problemas para decir que no. Por mucho que aprieten los puños y entornen los labios para negar, algo pasa en el último instante que esa lengua que estaba preparada delante del paladar se escurre hacia los dientes y el aire se escapa en forma de sí. Sí, dicen, en vez de no. Estos individuos, por alguna razón, parece que tienen debilitada una parte de su voluntad. El cable que conecta lo que quieren hacer con su capacidad de manifestarlo está roto en algún sitio. Y hacen continuamente cosas que no desean. Las mujeres somos expertas en este tipo de padecimiento. Estamos bien enseñadas a asentir. Al hombre, especialmente. Una mujer puede ser el paradigma de la independencia en su trabajo, y transformarse en mantequilla con el hombre al que ha decidido amar, perdiendo por el camino una buena parte de sus neuronas y de su voluntad. La confusión entre amar y complacer permanece dibujada en alguna zona de nuestros impulsos más primarios. La idea de la entrega al otro como acto amoroso construye demasiadas veces los códigos de una relación. Darse a otro, olvidándose de uno mismo, no debería tener nada de romántico.

La mayoría de las adolescentes que hoy se quedan embarazadas contra su voluntad ya no son víctimas de la ignorancia o la desinformación. Tienen preservativos al alcance de la mano y saben los riesgos que corren al no utilizarlos. Puede incluso que lleven uno preparado en el bolso. Pero llega el momento decisivo, el hombre sigue hacia delante, y ella es incapaz de decir que no, que así no. No le sale el monosílabo por la boca. La necesidad femenina de agradar actúa desde algún lugar desconocido y primario. Demasiadas veces el enemigo está también dentro de nosotras, tolerando lo intolerable.

Decía una mujer que está en un centro de acogida, protegiéndose de la violencia de género, que no fue capaz de reaccionar hasta que tuvo miedo por sus hijos. Mientras el maltrato sólo lo sufría ella, explica, lo minimizaba, lo justificaba, casi no se daba cuenta. Las personas gravemente heridas en su autoestima pueden tener problemas hasta para detectar su propia situación. El deterioro psicológico de la mujer maltratada provoca eso, que casi no se da ni cuenta. La vida es así, piensa, oscura. La imagen que tiene de sí misma se iguala poco a poco a la que le devuelve su maltratador. Ella también acaba despreciándose. Puede ocurrir, además, inexplicablemente, que la mujer ame al hombre que la destruye (si alguien sabe lo que significa amar). Que desee el bienestar del padre de sus hijos por encima del suyo propio. El maltratador lo sabe, perverso, y sigue avanzando más y más, dueño de todo el territorio. Seguro de que ella lo va a cuidar. Hasta el límite.

El instinto femenino de protección hacia los nuestros puede acabar siendo un arma mortal. O la capacidad de sacrificio, ese acto inútil que no tiene nada de virtud y sin embargo permanece dibujado en el cerebro como si fuera una parte loable de nuestra condición. Muchas de las mujeres asesinadas por sus parejas han recorrido un largo camino de sufrimiento al lado de su asesino. No es un hombre que aparece un día en una esquina con una lata de gasolina o un cuchillo. Es el cuerpo conocido que han acariciado. El hombre al que han entregado su voluntad a lo largo de los años. En ese empeño femenino de seguir dándose al macho, poniéndose a su servicio, el asesino goza del instinto maternal y la protección de su víctima. Así de raro, así de atroz. La última mirada, el instante de horror de la persona que está perdiendo la vida a manos del ser amado es imposible de imaginar. Pero viene precedido siempre de señales inequívocas, anteriores a la espiral de violencia. Pequeños gestos de desigualdad y de desprecio que un día se manifestaron por primera vez. Descubrirse ese día incapaz de decir que no podría ser una señal de alarma.

21-XII-07, Clara Sanchis Mira, lavanguardia