Andreu Buenafuente ha hecho broma con Aquilino Polaino, que parece un nombre sacado de un personaje de la editorial Bruguera. Pero si este catedrático de Psicopatología y director del departamento de Psicología de la Universidad San Pablo-CEU ha trascendido es por su informe ante la comisión de Justicia del Senado, en el que trata la homosexualidad como "trastorno psicopatológico", adornado por una enumeración catalogada de estos trastornos tendentes a demostrar que los homosexuales son potencialmente peligrosos a la hora de adoptar niños. Este informe fue contestado incluso por algunos de los que lo habían propiciado, pero el resultado ha sido que el Senado se ha opuesto al decreto de las bodas gays y que, por lo tanto, una parte de los argumentos de don Aquilino ha debido encontrar su eco.
Pero a mí este caso, y el ambiente moralista que lo envuelve, no me parece de broma, pese al tono carpetovetónico que rezuma. Al contrario, creo que merece que nos pongamos serios y analicemos sus efectos. No soporto la judicialización de la vida cotidiana y menos de la opinión. Pero ante este caso y otros que se oyen estos días me pregunto: ¿no es delito acusar a un colectivo que fue perseguido injustamente usando los mismos argumentos que causaron su represión? Hagamos cultura comparada: ¿puede alguien en EE.UU. o en Sudáfrica decir "los negros son inferiores y no merecen los mismos derechos que los blancos" sin que le pase nada?, ¿puede alguien en Europa, o en Alemania, decir "los judíos son una raza inferior y deben ser segregados"? Evidentemente el peso de la justicia, o al menos de la opinión pública, caería sobre los que opinaran así y más si quien lo formulara fuera un representante institucional y en un marco político de alto nivel. Si estas afirmaciones no son admisibles expresadas en público en estos países, es porque sus gobiernos han asumido, como gesto de Estado, una crítica profunda a etapas anteriores de su historia en que había leyes o actitudes racistas que llevaron a millones de ciudadanos a la represión y a la muerte. Pero ¿no sucede lo mismo con los homosexuales? Si consideramos que miles de ellos fueron exterminados en los campos nazis sólo por el hecho de ser acusados de un "trastorno psicopatológico" o, para decirlo como la Conferencia Episcopal, de "llevar una vida desordenada", deberíamos colocar la homofobia como una de las grandes lacras del fascismo occidental.
En el último año han aparecido diversos libros en España, y algún documental, que detallan las formas con las que los homosexuales fueron perseguidos, internados y torturados en el franquismo. Una maquinaria represiva organizada que se describe en dichas obras como el fruto final de un engranaje o entre el poder judicial, el policial, el religioso y el de la institución psiquiátrica. Diversos polos que actuaron como brazos ejecutores de políticas de internamiento y de curación de los supuestamente trastornados que ahora, al conocerlos, nos acercan al horror y al asco, algo así como lo que sentimos ante La naranja mecánica de Kubrick. Pero ante esta salvajada institucional no sólo nadie pide perdón, sino que agentes muy parecidos a los que ejercitaron esta represión siguen estos días utilizando los mismos argumentos que en su día justificaron una acción vergonzante del Estado español. Que nadie le diga a don Aquilino que lo que dice puede ser delito, o que nadie avise a la Conferencia Episcopal de ir con tiento para no caer en la apología de la homofobia, confirma cuán lejos estamos aún de la auténtica cultura democrática.
Jordi Balló, lavanguardia, 24-VI-05