"Asnos y calzoncillos", Antoni Puigverd

Los líderes políticos catalanes andan enfrascados y dicharacheros (como se vio en el correoso debate del Parlament). Señalan caminos en la niebla. Tienen la obligación de hacerlo: de aparentar seguridad en tiempos de incertidumbre. Pueden sustituir con maniobras tácticas el vacío estratégico. En cambio, las corrientes ideológicas tienen menos disimulo. Últimamente muestran un perfil averiado y tumefacto. El llamado progresismo acaba de pinchar espectacularmente con el Fòrum. Esta corriente está mutando en sucedáneo de religión: vagamente roussoniana, con un gran sentido de la liturgia festiva, con una marcada tendencia a la hipocresía (a la manera del catolicismo, al que sustituye y del que, parcialmente, hereda), con su Domund puesto al día y unos amables deseos de fraternidad universal que permiten dormirse en una cama confortable, en paz con todo el mundo. Heredera de la cultura izquierdista de los años sesenta, partidaria de todas las causas, por contradictorias que sean entre sí, esta corriente se conmueve ante las tradiciones exóticas pero tiende a sentir indiferencia, cuando no alergia, hacia la tradición autóctona.

Supuestamente racionalista, pero beata; supuestamente crítica, pero gregaria, se ha columpiado sobre el bienestar del país hasta completar la sustitución de la ética por la estética.

A pesar de algunas bondades objetivas (la ejemplar reconversión de infraestructuras problemáticas en bellos espacios públicos, muchos de los debates organizados...), el Fòrum ha sido una operación obscena: ha instrumentalizado la ética (buscando respuestas al malestar del mundo) para conseguir un bienestar urbanístico propio. El progresismo se ha mostrado impúdicamente en calzoncillos enfrentándose con la samba al dolor del mundo.

Bru de Sala ha dicho que la fórmula barcelonesa está remasticada como un chicle viejo. Consiguió, en sus buenos tiempos, una formidable renovación de la ciudad, a la que situó en el mapa mundial.Barcelona, sin embargo, se acerca peligrosamente al modelo veneciano. Belleza y diversión. Con esta especialidad no se influye en el mundo, ni se dirige el sudoeste mediterráneo. El pinchazo del Fòrum revela no sólo agotamiento intelectual; revela que el progresismo se ha visto más bello y menos acomodado de lo que reflejaba el espejo de la realidad.

La otra gran corriente ideológica, el nacionalismo identitario, después de largos años de sueño hegemónico, se despierta de pésimo humor. El mal ya no sólo procede de poniente: también de la brumosa Europa (aquella en la que, según el mito carolingio, el país se iba a reencontrar en familia). Otros partidarios del mismo sueño, hartos de darse contra la pared de la realidad, refugian su cabeza entre las cálidas plumas de ensimismamiento y se lamen melancólicamente las heridas dando el funeral casi por acabado. Nadie parece preguntarse si el diagnóstico del siglo XIX, todavía vigente en las proclamas, núcleo duro del discurso nacionalista, responde a la compleja realidad catalana que emergió del franquismo y a los fenomenales cambios que el caudaloso presente introduce. Al contrario: las posiciones de origen romántico se han enquistado, convertidas definitivamente en una creencia, en otro sucedáneo de religión, cuyos dogmas alimentan la fe de los devotos pero no consiguen ampliar la parroquia. Cada vez hay más reclinatorios desocupados: en el templo de la patria se respira una decepción que apunta hacia el resentimiento. La imagen del burro catalán, rústica especie en extinción, es muy representativa de este estado. Inicialmente parecía una broma, un guiño autoirónico. Se ha convertido en un icono de una identidad que se reafirma en la rusticidad. Un icono combativo que se enfrenta a las modas urbanas consideradas antagónicas, pijas, ambiguas, perfumadas. Es algo así como la rendición del noucentisme, el mejor sueño soberanista. La idealización de lo rural (y la reticencia ante lo urbano) está en el origen de la Renaixença. Pero el icono retrocede todavía más: conecta con el popularismo picante y antiintelectual: con el vallfogonisme. La novedad es el acento taciturno, especie en extinción.

Esta corriente es hoy más ferviente que ayer, pero menos que mañana. Y sin embargo se agota. Su fervor es paralelo a la percepción de la inminencia de un final desagradable (que diversos factores externos han enfatizado: el aznarismo, la globalización, las nuevas migraciones...). Se agota. No me refiero a sus hipotéticos resultados políticos, que pueden seguir siendo muy buenos. Me refiero a su capacidad de transformarse en realidad. No se vislumbra una ruta plausible que permita conducir el país romántico al puerto soñado. El gran peligro con el que se enfrenta el soberanismo catalán, sea cual sea su bandera política concreta, es liderar el descontento, tan abundante en este nebuloso mundo actual, repleto de problemas e inquietudes. El peligro es convertir el malhumor y el pesimismo en el principal signo identitario catalán. Así ha acabado la Lega lombarda:agrupando estrictamente el descontento y el resquemor ante la realidad; sospechando por sistema de lo nuevo, y cada vez más reticente a la inmigración. Enfrentarse al presente con el vinagre del resentimiento puede ser tan eficaz electoralmente como socialmente peligroso. El club de los irritados crece en Europa día a día. ¿Va a ser ésta la desembocadura del nacionalismo catalán?

lavanguardia, 4-X-2004