Jordi Barbeta, periodista.
Dice Artur Mas que, empeñada en ganar las elecciones, Convergència se olvidó de cultivar las relaciones con los demás partidos y señala ese error cómo la parte de autocrítica que le corresponde por haber perdido el poder pese a haber logrado lo más difícil. Efectivamente, el secreto del éxito de la Convergència de Pujol ha sido la complicidad transversal entorno al proyecto catalanista. Convergència se ha visto desalojada del poder al romperse las complicidades en el seno del nacionalismo catalán y al mismo tiempo cuajar una convergencia alternativa –el tripartito– aunque de entrada se cimentara sólo en intereses comunes. El escenario político catalán presenta a partir de ahora una disputa entre dos convergencias. La propia del tripartito, que lidera Pasqual Maragall, y la que liderará Artur Mas a partir del domingo. Si la historia se desarrolla igual que en los últimos cien años, triunfará quien sea capaz de erigirse al mismo tiempo en la expresión política de la diversidad y la diferencia catalanas.
A diferencia del esquema de las dos Españas casi siempre irreconciliables que todavía perdura en la piel de toro, en Catalu- nya el paradigma político de referencia en sucesivos contextos históricos ha sido la convergencia política. En periodos democráticos, la hegemonía política en Catalunya la ha ostentado una fuerza transversal agrupada siempre en torno al eje del catalanismo político. Incluso cuando la lucha de clases devino más feroz, la Lliga de Prat y Cambó demostró vocación de transversalidad incorporando a sectores de la izquierda a su proyecto nacional, iniciativa impensable para sus homólogos hispanos de la CEDA. Convergente y transversal fue también Esquerra Republicana en los años treinta, que agrupó desde masones liberales hasta colectivos libertarios.
A partir del restablecimiento de las libertades, dos convergencias se disputaron la hegemonía en Catalunya: la Convergència Democràtica y la Convergència Socialista, entonces ya con mayúsculas. Ambas se constituyeron no tanto como partidos políticos sino como plataformas dispuestas a albergar a toda suerte de colectivos liberales, cristianos y socialistas. Pero mientras la convergencia de Joan Reventós consideró una vez lograda la unidad socialista la conveniencia de convertirse en partido político convencional, Pujol mantuvo a lo largo de su carrera, incluso en contra de algunos de sus colaboradores más próximos, la decidida voluntad de alimentar de forma permanente un movimiento político de amplio espectro ideológico que convergía en la prioridad compartida y en la complicidad que generaba un proyecto de construcción nacional. La apuesta de Pujol fue arriesgada y de entrada le negaron el pan y la sal tanto los sectores más activos del capitalismo autóctono como la izquierda clásica, incluidos los sindicatos. No inspiraba ninguna confianza desde el punto de vista político, pero su empecinamiento resultó recompensado y en 1980 pudo ganar las primeras elecciones al Parlament, aun con una mayoría muy precaria, y hacerse con el poder, por el simple hecho de ser prácticamente la única opción que garantizaba una cierta independencia del poder político catalán.
Con el atractivo y los incentivos que genera el poder por sí mismo, la desconfianza previa se transformó en la complicidad transversal perseguida. A ello contribuye una gestión de gobierno basada en la consigna “sumar y no restar” (o sea de molestar lo menos posible) y en la personalidad de un líder forjado en la resistencia capaz de homologar todo lo que tocaba tanto desde el punto de vista democrático como catalanista. Los burgueses se acercaron a Pujol porque les redimía sin demasiadas contrapartidas y sectores de izquierda o de clara inclinación independentista veían en aquel movimiento la única opción que contrarrestaba las inercias dominantes del statu quo español.
Esa referencia se ha mantenido durante 23 años incluidas las elecciones catalanas del 2003 y después de todo lo que ha llovido está claro que Pasqual Maragall intenta recuperar el espíritu inicial de aquella Convergència Socialista ante la incomprensión de sus propios correligionarios que, anclados en las restricciones mentales del pasado, son incapaces de comprender de qué va la cosa. La hegemonía política en Catalunya requiere diversidad (o apertura ideológica) y credibilidad nacional. Artur Mas lo sabe y es consciente de la dificultad que entraña apostar por la diversidad sin perder credibilidad y viceversa, pero resultaría insólito que cuando la competencia empieza a descubrir el secreto de la convergencia, los que reinventaron la fórmula hace un cuarto de siglo se convirtieran en un simple partido. Ese es su riesgo y su desafío.
lavanguardia, 10-VII-04