Yves Michaud (1944) es autor de varios estudios sobre filosofía política y la violencia. Ha dirigido un curso de doctorado sobre María Zambrano en la Sorbona
Con menos “pathos” que Heidegger, pero con una teorización más segura que la de un filósofo existencialista como Merleau-Ponty, María Zambrano ha entroncado toda su reflexión, ya sea antropológica, ética o política, en una filosofía del ser humano como ser temporal. El hombre es, según ella, un ser finito que se descubre y se pierde en el tiempo, medio de los acontecimientos y los cambios. Ser temporal, es anhelo y pulsación del deseo, lugar de una carencia que busca colmar. Sumergido también en el tiempo, teme ese flujo que intenta olvidar, domeñar u homogeneizar. Esa doble alienación del tiempo y en el tiempo no debe superarse, sino aceptarse, vivirse y profundizarse. Se trata siempre en María Zambrano de hacer un uso ético de la finitud.
Esta ontología de la existencia, que corresponde a lo que Heidegger presentaba en “Ser y tiempo” bajo el nombre de analítica existencial, da cuenta de las vicisitudes de la relación humana con la historia y también con la sociedad. El hombre está dividido entre el adormecimiento, la resignación y la sumisión, la huida en el activismo o al contrario la elección del despertar y el avance. Los regímenes políticos aparecen en tales condiciones no sólo como datos antropológicos, sino como elecciones o abandonos éticos. Con modo en que los hombres viven su relación con el tiempo, la historia y ellos mismos se corresponden sus formas de comunidad y de vivir juntos. Y bajo esta luz hay que comprender la concepción que tiene María Zambrano de la democracia. Ésta es y debe ser un modo de convivencia eminentemente ético: es el encuentro de las personas en su diversidad, su finitud y sus temporalidades diferentes.
Lo primero que hay que destacar es la insistencia de Zambrano en la naturaleza social del ser humano; el ser humano está siempre en algo más que él: está en el tiempo, la naturaleza, la sociedad. El individuo solitario o aislado no es el primero: llega como efecto de un miedo, un retraerse en sí o un crimen. Por eso el individualismo es una ilusión. A la inversa, la sociedad que engulle al individuo en el Estado es también una realidad derivada, la del miedo que conduce a refugiarse en una totalidad que dispensa de ser uno mismo.
El hombre sólo tiene realidad plena y auténtica en el seno de una comunidad humana, y esa comunidad vale lo que vale su persona. La sociedad y el individuo emergen gradual y correlativamente a medida que el individuo conquista su identidad y se vuelve capaz de complejizar la relación con los demás. La democracia es en tales condiciones la sociedad donde se exige ser una persona, es decir, un individuo consciente, un hombre en la pluralidad de ritmos y deseos.
Suele decirse que la democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo; pero el pueblo es el hombre en su complejidad, en tanto que ser concreto, enraizado, sujeto de la vida humana, no una agrupación abstracta de individuos.
María Zambrano trata ampliamente el modo en que la demagogia transforma el pueblo en masa, lo degrada en una agrupación de ávidos individuos en pos de cualquier cosa con la que llenar su vacío. Probablemente no es la parte más pertinente de su análisis hoy, en una época en que la propaganda se ha visto sustituida por la publicidad.
En cambio, lo que dice de las minorías es esencial. Las minorías no son clases: agrupan a individuos procedentes de diversos horizontes. Crean e innovan como la persona. Una sociedad será tanto más viva y creadora en la medida en que cuente en su seno con minorías y las acepte, una minorías análogas a la persona viva en su diversidad.
María Zambrano defiende, pues, la idea de una sociedad no homogénea, y menos aún integrada, sino rica en grupos y minorías y clases, una sociedad de diferencias y complejidades, una sociedad si se tercia de desacuerdos y conflictos, pero no de guerra ni sacrificio. Esa diversidad, como la de la persona, otorga a la sociedad ritmos y respiraciones diferentes. La democracia es el régimen de la unidad de la multiplicidad, del reconocimiento de las diversidades, que niega tanto la negación de sí como los espejismos de la totalidad o las promesas falaces de la demagogia.
El problema que María Zambrano reconoce es que resulta difícil comprender un régimen que no es nunca fijo, sino móvil. También reconoce que resulta difícil permanecer fiel al elevado compromiso ético exigido por semejante régimen. Hay que aprender a ver las cosas como momentos de un proceso, de la misma manera que nos esforzamos por ver los cambios de nuestra persona. Absolutismo, despotismo, demagogia, afirmación de sí individualista, todos tienen en común ser reacciones de miedo ante el cambio, de pánico ante la diversidad. Confundimos orden y tranquilidad, y por eso nos fascina tanto la arquitectura, cuando en realidad deberíamos volvernos hacia la música, hacia un orden polifónico y disonante. En todos estos aspectos, el pensamiento de María Zambrano aparece como de una actualidad fascinante: plantea directamente el problema de nuestras democracias.
Se podría reprochar a María Zambrano el permanecer muda sobre las formas de realizar semejante proyecto ético y polifónico, no abordar la repercusión de la técnica en la política, ni la forma en que la cultura y el saber pueden jugar a favor o en contra de esa democracia. Por el contrario, lo que resulta extremadamente importante es el modo en que se desmarca de los modelos conocidos de la teoría política antigua o moderna, ya se trate de Rousseau, Marx o incluso Arendt. En el carácter “irresponsable” de su meditación, aflora el reconocimiento de que la democracia que necesitamos no puede obedecer a ninguno de los modelos antiguos (romano, griego, revolucionario o burgués), que la democracia es un asunto de civilización y de ética, no de técnica, que la democracia es necesariamente “plural”.
lavanguardia, 14-IV-2004