´El deporte del rugby vs el teatro del fútbol´, Ramon Solsona

Luchan de verdad. Nadie se escaquea, porque en el rugby se ataca y se defiende en bloque, sin fisuras. Los estudiantes ingleses que lo inventaron debían de estar locos o borrachos cuando se les ocurrió jugar con un balón que bota de manera imprevisible, chutar contra una portería provista de dos largas antenas y permitir que los jugadores corran hacia delante pero pasándose el balón para atrás. Locos o cuerdos, borrachos o sobrios, parieron uno de los deportes que aguzan más la inteligencia colectiva. Los equipos avanzan, retroceden, se agrupan y se expanden con una coreografía de conjunto que alcanza momentos de gran plasticidad a pesar de que unos cuantos danzantes son armarios de ciento veinte kilos.

Crujen de verdad. Van al choque y buscan el cuerpo a cuerpo para mantener el balón en su poder o para arrebatárselo al contrario. El reglamento - más restrictivo de lo que parece- permite los placajes y prescribe cómo debe formarse esa embestida de búfalos que es la melé. Ahí todo cruje, hasta el alma. Quien sigue la Copa del Mundo desde el sofá de su casa se maravilla de que al final los jugadores acaben con todos los huesos en su sitio. Bueno, casi todos. Pero los papeles están bien definidos: unos se parten la cara más que otros para que los más estilizados puedan colarse en el alcázar rival con fintas y carreras de liebre.

Sangran de verdad, claro. Ahí no vale el chiste con que Laporta despidió a los suyos cuando se dispersaban por el mundo: "Jugad y dosificaos". El rugby del más alto nivel es el de las selecciones y los jugadores saben que tienen detrás a todo un país que les empuja y que sufre con ellos. Se abren cejas, se parten labios, se chafan narices, se hinchan pómulos, se retuercen orejas y muchas caras adquieren pronto un aspecto patatoide. Pero los afectados no se quejan. La nobleza del rugby se manifiesta acatando las decisiones del árbitro y estrechando la mano de los rivales, uno por uno, al acabar el partido. Todos tan magullados y tan amigos.

Lloran de verdad y cada eliminatoria de la Copa del Mundo acaba en un mar de lágrimas. Lluís Uría, corresponsal de La Vanguardia en París, dedicó una crónica a Sébastien Chabal, el nuevo icono del rugby francés gracias a una barba, unas cejas y una melena silvestres que le dan un aspecto de troglodita feroz. Posiblemente es las dos cosas, pero es también un sentimental. Cuando los bleus (Francia) perdieron frente a la Rosa (Inglaterra), los periódicos del día siguiente, también éste, mostraron a la bestia parda hipando y sorbiéndose los mocos.

José Martí Gómez describía anteayer el denso ambiente del Francia-Inglaterra vivido en un pub de Barcelona. Su artículo llevaba el significativo título de "El espíritu del rugby" y en él hablaba de emoción, de belleza y de incredulidad cuando "de la melé los jugadores salen sin haber perdido sus cervicales".

Porque en el rugby todo es de verdad. En cambio en el fútbol cada día hay más teatro y el contacto físico deviene sainete con la perversión táctica del mama pupa. Dida, el portero del Milan, ha alcanzado en Glasgow la máxima cota de ridiculez, pero, ojo, el didaísmo no es exclusivo del fútbol. En España no acaba de ensancharse la tradición rugbística - loor a la Santboiana, fundada en 1921-, porque se prefiere la gesticulación teatral a la confrontación limpia y verdadera. ¿Cómo se explica si no que la política degenere en un sinfín de aspavientos y quejas al árbitro, o sea, al Tribunal Constitucional?

Mañana Francia y Argentina competirán por el tercer puesto y el sábado Inglaterra y Sudáfrica se jugarán el título de campeón del mundo. Es una lástima que estos encuentros se retransmitan sólo por canales de pago, porque serán partidos llenos de lucha, crujidos, sangre y lágrimas. Será hermoso.

En un deporte como el rugby todo es de verdad, mientras que en el fútbol se recurre demasiado al teatro.

Ramon Solsona, lavanguardia, 18-X-07.