Hay viudas jóvenes y viudas ya mayores, que son las más; hay viudas ricas y viudas pobres, que también son mayoritarias. Si amaban a su marido, le añoran amargamente, pertenezcan a cualquiera de los grupos mencionados; si además se hunden en la pobreza material, entonces le lloran por doble motivo.
La injusticia que el Estado perpetra con las pensiones de las viudas persiste desde hace años. Da igual que gobierne un partido u otro, que en el ejecutivo exista un elevado porcentaje de mujeres o no. Se supone que las ministras deberían mostrarse más sensibles a la situación de sus congéneres cuando se quedan solas y sin ingresos propios, pero no ha sido así. Que de pronto deban subsistir con el 50% de la pensión que percibía su esposo deja indiferentes a quienes gobiernan, con independencia de su sexo, seguros como están de que jamás tendrán que afrontar semejante percance.
Han transcurrido siete años desde que el Congreso de los Diputados recibió un legajo con 750.000 firmas reclamando que la asignación para las viudas tuviera en cuenta algo tan elemental como que, además de alimentarse y vestirse - lo cual puede representar ciertamente la mitad del dispendio que tenían en vida del esposo- han de continuar pagando el alquiler o los gastos de la comunidad de vecinos, la electricidad, el gas, el agua, el teléfono... Todo ello es tan obvio, que incluso provoca vergüenza ajena el consignarlo. No obstante, las firmas entregadas han caído en saco roto, de tal manera que las viudas continúan conformando el principal núcleo de pobreza en un país que se jacta de alto crecimiento económico.
Cabe preguntarse por qué se hace oídos sordos y se sigue oprimiendo impunemente a un colectivo tan amplio. La gama de respuestas puede abarcar un arco que empiece por considerar que no sólo no constituyen un grupo de presión importante, sino que son un grupo que se extinguirá por ley natural. Así será por cuanto, mientras unas vayan muriendo, cada vez habrá más mujeres que, por fortuna, contarán con un sueldo y más tarde dispondrán de su propia pensión.
Ahora bien, ¿qué ocurre entretanto con las mujeres que han contribuido a la actividad económica trabajando en el hogar, motivo por el cual no han cotizado a la Seguridad Social? Ocurre que sufren la ingratitud del sistema en general y de la clase política en particular, viéndose compelidas a la carencia económica hasta el final de sus días. No es ésta la circunstancia de los hombres, tradicionales aportadores de los ingresos y cotizantes de la Seguridad Social. Y cabe conjeturar que, en el caso hipotético de que configuraran un gran colectivo de viudos a los que se recortara de forma drástica la pensión de su mujer, el Estado no se atrevería a discriminarlos tan ostensiblemente. Es evidente que las mujeres han sido educadas en la sumisión durante largo tiempo, y las viudas ancianas, en grado superlativo.
Pero ahora vivimos en una democracia, donde se supone que las reglas de convivencia deben ser justas, dictadas por la ley con independencia de la posición particular de cada cual. Ni la esfera social, ni la ideología, ni el sexo de quienes gobiernan, ni las campañas electorales deben determinar las medidas que tomar para que la distribución de la riqueza sea ecuánime. Existe un conjunto de mujeres, en concreto una de cada tres viudas, que además de sobrellevar la ausencia del marido han de hacerlo en la penuria. Hora es de enmendar definitivamente tan vergonzoso agravio.