Para un país, más difícil que transformar las instituciones es cambiar la cultura de los que las gobiernan. En España, esta cultura, no siempre regla escrita pero supuesta en el funcionamiento ordinario de las instituciones, hace que, por ejemplo, ni se cuestione que un organismo del Estado deba estar en un lugar diferente a Madrid. O que los diversos tipos de prestaciones no compensen las diferencias en las capacidades de poder adquisitivo real, para garantizar de manera efectiva la igualdad de oportunidades de acceso a los ciudadanos de los distintos territorios.
Esta falta de sensibilidad tiene un alcance muy amplio, en casos, por ejemplo, como el del reclutamiento en la función pública. Por ejemplo, hoy, algunos ministerios tienen dificultades para encontrar directores generales y cuadros técnicos - no menciono ya niveles inferiores- que sean de fuera de Madrid. Con la uniforme retribución presupuestada es difícil que nadie que deba pagar el alquiler de una vivienda allí muestre el más mínimo interés. A ello se puede añadir la experiencia contrastada de que cuando un interventor entra en celo, incluso el abono de los billetes de los desplazamientos de fuera de la capital, de aquellos que vuelven de fin de semana con sus familias, acaba siendo cuestionado como capricho particular. Un tema similar lo encontramos con los pagos centralizados de algunas dietas indemnizatorias que no financian de manera separada el transporte, lo que hace infactible y ruinosa la contribución de un ciudadano de la periferia a una comisión estatal (la del Madrid central).
Se dirá después que, siendo los objetivos de estas organizaciones centrales el bien colectivo, el gasto que generan beneficia a todos por igual a la hora de exigir la financiación alicuota de su coste. Aunque como es evidente, el efecto provocado por este gasto - salarios, compra de bienes y servicios, inversiones- se produzca mayoritariamente en el territorio en el que se ubican. La cultura del dar por supuesto tiene extremos hoy inverosímiles. Que los trabajadores del estado de bienestar lleguen a confundir el interés común con su propio bienestar como trabajadores del Estado es un clásico. Se pueden leer en esta clave, por ejemplo, algunas opiniones contrarias a la creación de la Agencia Tributaria catalana, como la del representante de los inspectores tributarios del Estado, que para oponerse a su creación utiliza el argumento de que sería una catástrofe general, ya que les haría desaparecer como asociación (¿nacional?). Otros supuestos servidores públicos contradicen igualmente una decisión política para la articulación de un Estado plural argumentando que eso crea para ellos una situación muy complicada. Como si los ciudadanos les pagasen el sueldo para garantizarles una vida sencilla.
El centralismo es ineficiente - el martillo que piensa que todo se arregla clavando los mismos clavos- y nada equitativo, al marcar diferencias de oportunidad de acceso. Y los tics mencionados hacen perder legitimidad a una política pública que quiera cohesionar un Estado y mantener un sentimiento de pertenencia del que muchos periféricos pueden sentirse excluidos. Y esto no tanto por la letra concreta o interpretación que se pueda dar a una constitución, como por la visión de una burocracia que en el día a día ignora la pluralidad y da por supuesto que ellos son los representantes reales del poder heredado.