El centrista moderado nunca se centró en nada y si en algo se moderó fue en el ya de por sí escaso interés por toda disciplina. La especie florece en aquellos páramos consagrados al utilitarismo sin ideales, al pragmatismo sin escrúpulos, al ombliguismo aldeano. Los centristas moderados se definen por exclusión, en negativo. Sin su contraparte, los etérea y brumosamente tildados como «radicales», los centristas perderían su razón de ser. ¿Qué es un radical? El juguetón, el preguntón, el discutidor, el inquieto. Kipling decía de Kim, otro «radical», que pertenecía a esta extraña clase de personas que se abonaban al Gran Juego por jugar. Sí, por jugar. Sin más. No buscan ni status social, ningún interés personal, tampoco labrarse una imagen pública. Todo lo contrario, el «radical» se pirra en el imperdonable ejercicio de quitar la máscara a los centristas al actuar simplemente según aquellos principios que éstos predican y en los que nunca creyeron.
La generosidad es en el radical lo que es la cicatería en el centrista. Ergo, egoísmo y pureza, disfrazado de amor al prójimo, seny y demás beaterías. Ello nos conduce a otra distinción: el radical es valeroso, da la cara por lo que cree. El centrista, en cambio, intenta ocultar su cobardía proverbial con un paternalismo insufrible que apela al sentido común, a la realpolitik o al cálculo de consecuencias. En Roma y Grecia no habrían pasado de vendedores de pipas. La gloria estaba destinada entonces a los corajudos «radicales». En cambio, nuestra era del vacío ha permutado los papeles y ha otorgado a los moderados la función de dirigirnos.
En la vida pública, el centrista es la reducción al absurdo de la profesionalización de la política. Detesta la polémica y lo disfraza de «tolerancia». Nunca plantó cara con la excusa de respetar las ideas del adversario, cuando la verdadera tolerancia estriba precisamente en combatirlas y reconocer al mismo tiempo al adversario que las sostiene. La política deviene así administración de empresas en la que, en vez de discutir, se negocia, es decir, se transacciona para llegar a acuerdos amistosos. ¿Tan amigos como antes? Max Scheller les conocía bien. Suelen disfrazar su «impotencia» de «bondad», cuando no de «misericordia»; la falta de orgullo, atributo «radical» par excellence, la disfrazan de «humildad»; la «sumisión» al Jefe, de «obediencia»; la «cobardía», de «paciencia». A falta de honor, propio del radical, el centrista se desvive por salvar su honra. Todo ello conforma este «querer y no poder» del centrista que deambula sin alma hasta que, en tropel y a escondidas, se venga del «radical» que ha puesto al descubierto sus mezquindades. Hasta en la venganza destilan pequeñez: chismes y habladurías, propalando la calumnia y la difamación del radical, el doble negativo de su propio ser.
elmundo-eldia, juventudesliberales, 27-VIII-07.