Durante unos años, los ciudadanos hemos librado una batalla doméstica contra la publicidad por vía telefónica. Da la impresión de que la estamos ganando, aunque podría ser una falsa tregua de los vendedores para rearmarse con nuevas ideas que no nos podemos ni imaginar. Cada uno de nosotros ha luchado a su manera, solo y perplejo, teléfono en mano y en zapatillas, contra un ejército de voces capaces de interrumpir nuestras actividades más íntimas para anunciarnos gangas dudosas dando más rodeos que un gato. Voces de todos los colores, que muchas veces son inasequibles al desaliento, de una insistencia enloquecedora, porque esconden a unos simples tipos que defienden su puesto de trabajo, por molesto que sea, con los dientes. Te llaman como quien se sienta encima de la ropa recién planchada para contarte su rocambolesca oferta, pasan por delante de tu televisor o de lo que haya que pasar para cumplir su mandato. Interrumpirte y venderte algo. Porque alguien les ha dicho que tú eres un ser disponible al cien por cien.
Ha sido una batalla chapucera pero intensa. Cada uno ha hecho lo que ha podido, soltando chistes o improperios, contra esa invasión de llamadas que irrumpió de un día para otro en nuestras vidas como si fuera normal. Por derecho. Como si el espacio aéreo de nuestras casas no nos perteneciera, no digamos el de nuestras mentes. Como si nuestra condición de clientes potenciales se hubiera apoderado por completo de nuestra personalidad. Una pesadilla en la que ya no pudiéramos recuperar nuestra identidad, a la intemperie, nacidos para consumir. Qué cliente más mono, decimos inclinados sobre el cochecito del bebé. Mira cómo abre la boquita. Una pesadilla en la que estás tumbado en el sofá de tu casa y notas que tu salón se ha convertido en un centro comercial, tu mente en una charcutería y a nadie le importas un pimiento si no eres capaz de comprarle algo. Atrapado, también tú, en redes afectivas que te dejan el corazón como un tomate seco que echar a la primera ensalada que pase por delante.
Pero las llamadas telefónicas parece que amainan. Y los SMS, que también tienen lo suyo. Esas felicitaciones cariñosas de cumpleaños de tu aseguradora y tu banco, por favor. Esos avisos de ofertas de cualquier empresa que haya captado tu número de móvil, porque se te olvidó desmarcar la casilla de enviar publicidad de la esquina menos visible de algún papel que tuviste que rellenar. La casilla marcada de antemano de un mundo al revés que presupone tu disponibilidad total. Debemos de ser muchos los que jamás compramos nada de lo que nos publicitan intimidando nuestra intimidad. Y podría estar ocurriendo que sus antenas captaran el efecto contraproducente de estas tácticas publicitarias que nos faltan al respeto.
Así y todo, esperamos que los habitantes de las voces telefónicas no hayan engordado las cifras del paro. No era nuestra intención. Hemos discutido con ellos, nos hemos enfadado y hay hasta quien ha simulado que le estaban interrumpiendo un coito con gemidos, presa de una especie de hartazgo histérico. Y los tipos de las voces tragando quina, aferrados a su puesto de trabajo como nosotros al nuestro. ¿Es publicidad?, decía yo, nada más atisbar una voz desconocida, con mi tono más seco. Pero alguno ni sabía qué contestar, tan engañoso está el asunto. No exactamente, me decían a veces, confusos. No acepto publicidad por teléfono, ¿es publicidad o no?, repetía yo, de la forma más desagradable posible. Bueno, es una información, llegaban a balbucear. ¿Una información para luego venderme algo? Bueno, sí, admitían con cierta congoja. Pues eso se llama publicidad, decía yo, un segundo antes de colgar. Tomando nota del nombre del negocio que se ha colado en nuestra vida anunciándose sin permiso, para, precisamente a ellos, no comprarles nada nunca jamás. Por venganza.
25-III-11, Clara Sanchis Mira, lavanguardia