Como todo buen científico, John B. Thompson empieza la entrevista preguntando. Quiere saber sobre los últimos escándalos políticos en España, pero al tratar de enumerarlos se hace obligado recordarle que el tiempo disponible es limitado porque tiene que dar su conferencia en la facultad de Comunicación Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.
Este catedrático de Sociología de la Universidad de Cambridge ha dedicado su carrera a investigar el escándalo político, sobre el que ha escrito un ensayo que ya es un clásico: El escándalo político: poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación (Paidós, 2001). En realidad, sigue escribiéndolo, porque al acabar la charla, vuelve a pedir más detalles sobre los escándalos españoles, toma notas, hace preguntas tan certeras como divertidas y compara ministros españoles y británicos y sus escándalos: “¿Lo ve? –dice, entusiasmado–. Cuanto más espacio mediático ocupan los políticos en su ascenso, más sonados son los escándalos que acaban con ellos: parece una ley universal...”.
Usted dice que el escándalo político es un fenómeno moderno, pero la corrupción política no es precisamente una novedad...
Hasta la propia palabra escándalo en su actual acepción nace en el siglo XIX con los medios de comunicación de masas. Antes de que la sociedad se convirtiera en mediática, sólo merecían la consideración de escándalo las conductas de sedición o blasfemia, es decir, las que atentaban contra Dios o el Rey. Pero la corrupción de los políticos o los personajes públicos no era escandalosa; sencillamente, porque no tenía un espacio público para serlo. La corrupción –cierta o no– era como mucho un chisme, pero no un escándalo.
¿Quién tiene hoy pues la capacidad de provocar un escándalo?
Todo aquel que tiene presencia mediática. Pero antes déjeme explicarle por qué estudio los escándalos: creo que son un asunto central en nuestras democracias mediáticas, porque afectan a la esencia de la política, que es la credibilidad de nuestros representantes. Cuando la pierden, todo el sistema se resiente.
Aquí lo llaman desafección.
Y es preocupante, porque empuja a los votantes a la abstención y propicia las opciones radicales y, por tanto, el asalto al poder de los demagogos. Y le citaré un ejemplo reciente y fascinante: el escándalo de los gastos de los diputados británicos.
Parece que cargaban facturas extravagantes a los contribuyentes.
Desde alquileres de los pisos de sus amantes hasta la decoración de sus casas de campo. El escándalo de los gastos de los diputados estalló en el 2009 cuando se filtraron las listas de las facturas que enviaban para ser pagadas.
Una gran exclusiva.
Con todos los ingredientes que estudio. Pilló desprevenidos a los propios diputados, porque su conducta, strictu sensu, no era ilegal, pero desde luego era ilegítima, un claro abuso de confianza. No se les podía procesar por haberse hecho pagar aquellos gastos, puesto que eran debidos, de un modo muy general, a sus desplazamientos para ejercer el cargo, pero escandalizaban.
No da la sensación que hubieran hecho una nota de prensa revelándolos.
¡Exacto! Es una de las reglas del escándalo político. Tienen que haberlo descubierto los medios de comunicación que extraen una conducta de la región oscura y la exponen a la luz pública. De ese modo, aunque tal vez no sea legalmente punible, resulta escandalosa. Por ejemplo, una de las características del escándalo de los gastos de los diputados fue lo misérrimo de sus facturas. Paradójicamente, resultaba más hiriente el que fueran pequeñas cantidades, porque evidenciaba la mezquindad de aquellos políticos que habían guardado hasta las facturas de la droguería para cargárselas al contribuyente...
... que hubiera asumido mejor un desfalco millonario.
Sin duda. Si un solo diputado hubiera robado una fortuna, hubiera causado menor escándalo. Fue la sensación de abuso generalizado la que indignó. Y ese mismo factor de doble moral, lo que se hace y dice en privado y lo que se proclama en público, fue uno de los factores que liquidaron a Gordon Brown en los sondeos.
¿Por qué?
Porque Gordon Brown es un fiel creyente en la justicia social y un profundo conocedor de la realidad económica británica y mundial, pero no estaba hecho para la televisión precisamente. No sabía estar en un plató. Los debates en televisión fueron catastróficos para el laborismo. En cambio, Nicholas Clegg se hizo mayor en aquellos debates y se ganó la vicepresidencia. Porque, de repente, se hizo visible.
¿Por qué el líder liberal aprovechó tan bien los debates? ¿Mera cuestión de físico?
Porque la tele le dio visibilidad en un momento en que él estaba limpio de ese escándalo de los gastos de los diputados que manchaba a todo el establishment. Era un outsider, pero con poder de ser alternativa. En cambio, Gordon Brown acabó de meter la pata del todo precisamente con otro escándalo, el del micrófono que él creía apagado y recogió sus opiniones.
Aquí en España ya es un clásico.
De nuevo algo que sucede en la región oscura se filtra a la escena pública. Brown hizo un comentario en privado, pero recogido por los micros, poco afortunado sobre la inmigración y pagó un precio altísimo por ello: no sólo el de ser considerado intolerante, sino además falso. Encima, el desliz ponía en evidencia que el primer ministro no estaba en contacto con la realidad cotidiana de las calles británicas.
Pero al final todos los escándalos parecen olvidarse.
Ni tan fácilmente ni tan deprisa. Esos comentarios de Brown de nuevo no eran punibles legalmente, pero afectaban a su credibilidad, a su prestigio, a su autoridad. Piense que un líder tiene que conseguir que cientos de personas dejen sus trabajos y le sigan para formar su equipo. ¿Dejaría usted el suyo para seguir a un personaje que no dice la verdad?
Debe ser imposible decir toda la verdad todo el tiempo y comportarse ejemplarmente las 24 horas del día.
A eso me refiero cuando hablo de la naturaleza de la visibilidad del poder. Como los políticos o los famosos de cualquier tiempo están todo el tiempo en todas partes bajo la luz mediática, no es difícil que alguien les pille en un desliz y estalle el escándalo. Las décadas de los 70 y los 80 fueron, por eso mismo, periodos de enormes escándalos, y a medida que la tecnología para grabar la realidad en todos los formatos mejora y se hace omnipresente...
... hoy cualquiera puede grabar a un famoso con el móvil en cualquier sitio a cualquier hora. De hecho, se hace.
Esa visibilidad puede resultar molesta para los personajes públicos, pero tiene sin duda un efecto beneficioso para su conducta. El miedo al escándalo somete el ejercicio del poder a continuo escrutinio.
La visibilidad acaba transformada en honorabilidad.
No sé si tanto, pero sí en lo que en inglés llamamos accountability: la exigencia de que el poderoso responda por cuanto hace con el poder que le otorgamos.
Pero su vida privada no debería importar a nadie.
Yo distingo tres clases de escándalo: el financiero, el abuso de poder y el sexual. A veces se mezclan los tres y, aunque el escándalo político es universal, el sexual es juzgado con diferentes varas de medir según los países.
Lo que en Italia parece incluso agradar, en Gran Bretaña ofende y en Francia parece dejarles indiferentes.
Cierto, la moral puritana sigue siendo un factor, pero también es cierto que ustedes suelen equivocarse al explicar por qué un adulterio o un affaire sexual se convierte en escándalo político en Gran Bretaña o Estados Unidos.
Explíquelo usted.
No tanto por el sexo y nuestro puritanismo como por la mentira. El adulterio implica deslealtad hacia la pareja. Y ese es un factor que erosiona gravemente la credibilidad de un político, pero sobre todo lo que la destruye es que mienta. Lo que convirtió el adulterio de Clinton en un asunto de Estado que estuvo a punto de costarle la presidencia no fue que practicara sexo con una becaria sino que mintiera al negarlo.
¿Cuál es su escándalo favorito?
El caso Profumo. Precisamente porque vuelve a repetirse el axioma de que es menos malo el adulterio que negarlo en falso. John Profumo fue uno de los más brillantes y prometedores conservadores británicos: héroe de guerra condecorado con la Orden del Imperio Británico y carismático gestor. En 1963, Profumo era el ministro estrella del gobierno de Harold Macmillan, pero inició una relación extramatrimonial con una bailarina, Christine Keeler...
¿Sólo eso destruyó su carrera?
Unido a la peligrosa coincidencia de que Keeler mantenía a la vez una relación sentimental con el agregado militar de la embajada soviética... En plena guerra fría.
El baile se complicó...
Y los servicios secretos británicos, el MI5, se interesaron en el asunto, porque Profumo era, después de todo, el ministro británico de Asuntos Exteriores. Cuando los rumores se extendieron, Profumo salió a desmentir cualquier relación con la bailarina y aseguró a su primer ministro, Macmillan, que los rumores eran falsos.
Mintió.
Y a final acabó reconociendo su relación ante los tribunales y con la mentira destruyó su carrera política y la reputación del gobierno y del partido, que perdió las elecciones.
Una aventura muy cara.
Una mentira muy cara: Profumo jamás pudo volver a la política. Acabó sus días como voluntario social en los barrios pobres de Londres.
¿Podría usted dar consejos a los políticos para evitar los escándalos con millones de cámaras en los móviles de todo el planeta?
Sólo puedo darles uno, pero difícil de seguir: cuando dude sobre hacer algo, pregúntese a sí mismo: “¿Me importaría que lo que voy a hacer se hiciera público?”. Y si la respuesta es sí, pues no lo haga.
¡Buf! Eso deja la política en manos sólo de santos varones y santas señoras.
Estoy convencido de que hay ciudadanos capaces de seguir ese consejo, es decir, capaces de representarnos. Y cuando hablo de “que se hiciera público”, no me refiero a los amigos, que disculpan nuestras debilidades, sino a toda la sociedad.
Suponiendo que han pillado a alguien, ¿qué debería hacer?
Evitar lo que yo denomino “transgresiones secundarias”, en las que incurres cuando ya el escándalo ha estallado. Por ejemplo, negar lo que hiciste, mentir. Mentir es peor que la transgresión en sí, porque al mentir está diciendo a la sociedad que no es digno de su confianza. Así que diga la verdad: su concupiscencia le hará menos daño que su falsedad.
¿Por qué el público tolera cada vez menos las faltas de sus gobernantes?
Porque la política ha cambiado y hoy ya no votamos a un partido o a un programa o a unas ideas: votamos a personas. Antaño, si un líder nos fallaba, se cambiaba por otro con el mismo programa y del mismo partido y punto, pero hoy el contrato del votante es personal con el político al que vota. Y eso hace al político muy vulnerable a los escándalos.
Ser muy estricto también conlleva desengañarse más a menudo.
No se trata de que los candidatos sean puritanos sino de que sean sinceros: el carácter, la dignidad, la integridad: ser digno de confianza. Eso es lo que votas en unas elecciones. Y no basta con que esas virtudes se te supongan: hoy, además, tienes que exhibirlas... Mientras quieras mandar.
16-I-11, Lluis Amiguet, magazine