Aún recuerdo la burda rima aritmética, en los albores del autonomismo, entre una (por la España centrípeta) y cincuenta y una (por sus provincias entendidas como una fuerza centrífuga destinada a alumbrar el fantasma del desmembramiento). 1-51 era un marcador de escándalo que resonaba en muchas gargantas que venían de las profundidades del franquismo. En esa flagrante desproporción aritmética sobraban cincuenta para que nada oscureciese la unidad, otrora de destino. Décadas después la recentralización PP-PSOE nos devuelve a la casilla de salida, aunque la cifra maldita sea ahora de rima libre: 17. Es decir, el número de comunidades autónomas. Ya se insinúa sin pudor que el Estado de las autonomías multiplica los gastos por diecisiete, y que la actual coyuntura económica lo hace insostenible. Naturalmente, no se cuestiona la existencia de ministerios vaciados de competencias (pero no de personal ni de presupuesto) ni de diputaciones provinciales (que siguen en la cincuentena). No me extiendo en estas contradicciones de la españolidad en el siglo XXI porque el martes Jordi Barbeta ya lo retrató con claridad meridiana en un artículo titulado "La segunda transición". Sólo me pregunto una cosa: si adjudicamos a ERC la responsabilidad de haber introducido el soberanismo en la centralidad política catalana, a costa de inmolarse, ¿quién es el responsable de introducir el unitarismo en la centralidad política española, ergo quién se inmolará?
Porque en eso andamos. En su día, el golpe de Estado del 23-F indujo a esquivar la realidad plurinacional de España regionalizando las naciones no castellanocéntricas y equiparándolas a comunidades que jamás hubieran aspirado a tener parlamento ni himno ni bandera ni presidentes ligeros de Cascos. Se construyó un relato de solidaridad interterritorial fundamentado en la ocultación de las llamadas balanzas fiscales. Con esos pelos y un sistema educativo ajeno a la diversidad, hemos llegado al siglo XXI como quien sale del XIX. En algunos casos, como el blaverismo valenciano o el gonellismo mallorquín, incluso se jaleó la secesión lingüística entre comunidades catalanohablantes apelando al imperialismo mientras que, con ese cinismo cósmico que gastan quienes se las dan de cosmopolitas, también se jaleaba aquel panhispanismo institucional de los 300 millones. La pérdida de confianza en la mera existencia de esa España plural de la que reniega ahora la reencarnación aznarizada de Zapatero no es una patología del catalanismo. Las contradicciones del españolismo están a la vista de cualquier observador imparcial.
Pongamos, por ejemplo, dos galardones recientes sin ninguna otra relación que su proyección universal: el premio Nobel de Literatura y el Balón de Oro de fútbol. Como sabrán, el primero fue otorgado antes de Navidad a Mario Vargas Llosa, escritor peruano (Arequipa, 1936) que desde 1993 también cuenta con la nacionalidad española, y el segundo hace unos días a Lionel Messi, futbolista argentino (Rosario, 1987) que desde 2005 posee también la nacionalidad española. Ambos son, pues, iberoamericanos y ciudadanos españoles. Pues bien, la concesión del Nobel a Vargas Llosa fue percibida como un éxito propio de la nación española mientras que el galardón a Messi lo fue como un ruidoso fracaso de esa misma nación, hasta el punto de que cierta prensa madrileña calificó al suizo Blatter de antiespañol por premiar a alguien que también tiene esta nacionalidad. Las adhesiones nunca son incondicionales. Ni inquebrantables.
20-I-11, Màrius Serra, lavanguardia