Es este un país de gorrones por la gracia de su cara. Y de aristócratas de regadío que confunden el ágora con su patio particular. Lo describía el miércoles, con desolada precisión, en una carta en este diario, la lectora Imma Vila. No pudo asistir al concierto que dio en l´Escala la extraordinaria Sílvia Pérez Cruz porque las entradas estaban agotadas, pero, esperando junto a la taquilla el milagro de un asiento libre de última hora, vio con estupefacción cómo conseguían el pase de entrada, sin pasar por caja, unos famosos y pseudofamosos de la política y el periodismo, con un tropel de acompañantes, 65 en total. Sospechando que estos comportamientos no son excepción, sino norma, Imma Vila exclamaba: "Això no hi ha país que ho aguanti!".
No hay país que aguante, en efecto, los privilegios de la nueva hidalguía. Muy lejos en el tiempo de los ridículos hidalgos del Lazarillo, pero muy cerca de sus modos, los hidalgos de hoy se sitúan (o son situados) por encima del común de los mortales, en virtud de su papel social: de su "algo".
Asisten a todos los saraos musicales y teatrales sin necesidad de guardar cola, sin tener que reservar meses antes las entradas, sin aflojar pasta alguna. Una simple llamada en el último momento basta para situarlos en el mejor asiento. Y cuando alguien como la lectora Imma Vila o un servidor de ustedes se atreve a señalar lo que a todas luces es una anomalía democrática, se activan de inmediato dos respuestas de manual. La primera es disuasiva: ya están aquí los cenizos, aprendices de Savoranola. La otra respuesta pretende relativizar la situación: estas invitaciones, estos detalles de relaciones públicas son, a efectos de erario, el chocolate del loro.
Aunque casi todos los festivales y espectáculos son subvencionados, es posible que la generalización de estas pequeñas prebendas no sea un gran peso para las cuentas del común, pero su ejemplaridad negativa va mucho más allá de lo económico. Degrada desde arriba la visión que la sociedad tiene de las cosas públicas; y contribuye a prestigiar la deriva antisocial. Aprovechándose de su estatus, mucha gente famosa contribuye a dar carta de naturaleza al viejo ideal mediterráneo: pillar, lo importante es pillar. Los privilegiados de hoy disfrutan de las invitaciones con naturalidad. Olvidan un principio fundamental de la democracia: la igualdad. La igualdad no es sólo ante la ley, sino ante todas las instituciones. Igualdad ante la taquilla. No es más antisocial el que orina en el parque que el que se aprovecha de su fama para colarse en un concierto.
Y no es más antidemocrático el populista agitador de miedos sociales que el artista, el político o el glamuroso que, incapaz de pagar como todo hijo de vecino para escuchar al artista que le encanta, entroniza su excepcionalidad, proclama su diferencia.
14-VIII-10, Antoni Puigverd, lavanguardia