Sigue Duran Lleida disfrutando de reconocimiento como el político más valorado de España (menos mal valorado sería más preciso), curioso para un nacionalista catalán. Ser representante en el Congreso, lejos de la política catalana, donde los marcajes tan estrechos imposibilitan el lucimiento, facilita su popularidad. Se encuentra, además, en la situación de poder criticar a PSOE y PP, sumando sucesivamente todas las simpatías, porque fuera de Catalunya, al menos hasta la sentencia del Estatut, Duran ha sido muy cauto en sus intervenciones para no enajenar a ningún sector, diestro o siniestro.
A pesar de esta popularidad, merece la pena especular con la posibilidad de que Duran acabe siendo el político más solitario de Catalunya. Parte de su soledad viene de la debilidad de la democracia cristiana, damnificada por la revolución liberal conservadora de Thatcher y Reagan, que para llegar al poder tuvo que soltar lastre religioso y dejar de aparecer del brazo de la jerarquía eclesiástica (en Madrid algunos no se enteraron).
Consecuencia de esta debilidad es la subordinación de Unió a Convergència, lo que sin duda debe hacer sufrir a Duran, cuando se compara - y un narcisista siempre lo hace-con los planos apparatchik de Convergència.
Porque Duran es el político catalán más internacional, mejor orador, menos medroso de exhibir estilo, ymás próximo y vitalmente parecido a las élites catalanas. Incluso es pionero en lo que será pronto un activo electoral: la incorrección política. Además, aunque se declare cristiano, parece más epicúreo que santurrón: tranquilizante.
Pero hay otra posible soledad que se cierne sobre Duran. Hay una hipótesis sobre lo que puede estar pasando en Catalunya que, de ser correcta, le situará a él, y a aquellos grupos para los que constituye un referente, en el centro de las tensiones políticas: el intento de sustitución de las élites como parte del empuje soberanista. No hubo tal sustitución de élites en la transición, en parte gracias a mutaciones dignas de Tancredi Falconeri. Con el independentismo sería distinto. La fuerza de este no proviene de los empresarios, tan incómodos, ode los sectores más sofisticados y europeístas. Reside en el interior del país, o en sectores de la población que se piensan al margen de la globalización, o en los que están ya tan perjudicados por ella que poco tienen que perder. El independentismo es la manifestación local del movimiento antiglobalización, específicamente antisistema y antielitista.
Lo distintivo del proceso que podría llevar al planteamiento de la independencia es la prolongación y potenciación de la hiperpolitización catalana de los últimos años y posiblemente el fin del dominio de las élites actuales, porque el independentismo implicará la subordinación de la vida cívica a la superestructura política y sus especialistas. Y entre ellos significará la supremacía de los mejores gestores de la emocionalidad y las muchedumbres (ya se ha visto quién ha ganado tanto en la organización social de la manifestación como en su interpretación posterior), y no de los especialistas en racionalidad económica o administrativa, que han sido hegemónicos en Catalunya en las últimas décadas. Y la ideología de Duran e incluso de la mayor parte de las élites catalanas, aunque ya con pocas referencias en el catolicismo y sus jerarquías, es precisamente el muy democristiano principio de subsidiariedad: la subordinación de lo político a lo social y económico.
La psicología social ayuda a entender lo que puede pasar. Cuanto más se desplace el nacionalismo al polo del independentismo, más se correrá el centro político a ese extremo, así como el posicionamiento global de los catalanes, ya que los grupos y los individuos, de cualquier tipo, siempre tienden a situarse en posiciones intermedias, cualquiera que sea el dilema. Esto provocará que, a su vez, el soberanismo se desplace todavía más para mantener la distancia con el centro (por ejemplo, Carod ya propone una especie de Estados Generales y Laporta ya evita el referéndum), y así sucesivamente. Con este tensionamiento, Duran y los nacionalistas moderados se encontrarán pronto en una encrucijada de la que no les salvará Convergència, dispuesta a pasar, si hace falta, de ser un partido evolucionario institucional a partido revolucionario institucional. Antes o después, Duran y, esto es lo importante, los grupos que representa, serán forzados a inclinarse. La ambigüedad será más estigmatizada que el rechazo al soberanismo, pues siempre se es más duro con los cercanos y los tibios que con los ajenos. Puigcercós ya ha invitado a Mas a salir del armario. Pero Mas no es el objeto de definición más valioso, porque no es la referencia de las élites catalanas. La pieza que cobrar es Duran, y es vulnerable porque su soledad empieza a estar clara.
Es probable que se acerquen tiempos de exigencias de posicionamientos públicos e inequívocos en relación con el soberanismo, en especial hacia aquellos nacionalistas hasta ahora ambiguos, o reticentes, porque si se acaban inclinando por él supondría el punto de no retorno. En la manifestación, Duran ya sufrió el desprecio de algunos radicales. Aunque eran pocos no fue anecdótico. Fue significativo.