Albert O. Hirschman publicó, en 1991, un libro sobre las Retóricas de la intransigencia.La mayor parte de sus páginas tenía como objeto poner en evidencia los tópicos que el pensamiento reaccionario suele utilizar para criticar, atacar y ridiculizar cualquier propuesta de reforma, pero también se daba alguna colleja a la retórica no menos tópica de algunas argumentaciones progresistas. El último de sus capítulos se titulaba Cómo no argüir en una democracia y contenía algunas reflexiones sobre la posibilidad de que las discusiones políticas no siempre degeneren en diálogos de sordos. Una de estas reflexiones aludía al origen de los modernos regímenes pluralistas. Como recordaba Hirschman, éstos no surgieron de ningún amplio consenso sobre determinados valores básicos, sino del hecho, mucho menos idílico, de que diversos grupos se habían estado agarrando mutua y largamente el pescuezo, y tuvieron que acabar reconociendo su respectiva incapacidad para imponer el dominio. La tolerancia de la diversidad nació de este empate entre grupos hostiles. De acuerdo con este pasado, en las democracias liberales, los debates políticos, y no hay que ir lejos para comprobarlo, escenifican a menudo la continuación de la guerra civil por otros medios. Y esto, según Hirschman, además de no vaticinar nada bueno para la estabilidad de estos regímenes, resulta problemático si se da por hecho que su legitimidad depende, como sostienen algunas filosofías políticas herederas del racionalismo ilustrado, de que sus decisiones sean el resultado de una deliberación entre grupos o sus representantes entendida como un proceso racional y objetivo de modificación y formación de la opinión pública.
En 1989, un par de años antes de la aparición de Retóricas de la intransigencia,el recientemente fallecido Richard Rorty había publicado Contingencia, ironía y solidaridad.Una de las frases de la obra, reproducida excepcionalmente en cursiva, afirmaba: "Una sociedad liberal es aquella que se limita a llamar verdad al resultado de los combates libres y abiertos, sea cual fuere ese resultado". Para Rorty, era absurdo pensar que la opinión pública podía formarse a través de un proceso racional y objetivo, como si la verdad existiera "ahí fuera" presta para ser descubierta por una mente que, actuando científicamente, no sería más que el espejo de la realidad. Bajo su punto de vista, el léxico del racionalismo ilustrado, si bien había sido eficaz en los inicios del liberalismo, se había convertido en un obstáculo para las democracias liberales. Hirschman, que deseaba pacificar la argumentación política, reclamaba más lógica y menos retórica en los debates públicos. Para Rorty, para quien la disputas políticas eran batallas para imponer, no demostrando sino persuadiendo, una descripción de la realidad, la sociedad que había que evitar era aquella en que imperase la lógica y la retórica estuviera fuera de la ley. Por supuesto, fue acusado de relativismo y de irracionalista. En una página del libro, explicaba cómo iba a defenderse, a continuación, de estas acusaciones: "Mi estrategia consistirá en que el léxico mediante el cual se expresan estas objeciones tenga mal aspecto, modificando de esta manera el tema, en lugar de conceder a quien formula la objeción, la elección de las armas y el terreno entrando de frente a sus críticas". Esta era también, a su entender, la manera cómo indefectiblemente se arguye en democracia.
lavanguardia, 22-VI-07.