´El abuso del parking´, Albert Gimeno

La democracia se ha encargado de cuidar entre algodones algunos derechos calificados de inviolables y luego dicho exceso de celo se ha vuelto en contra de la propia democracia. Algo así es lo que está sucediendo en Catalunya y lo que ha pasado en otras épocas tanto en nuestra tierra como en el resto de España. Me refiero al esperpento de la huelga de los maquinistas de Renfe que hoy tenía previsto desarrollar el tercer paro (desconvocado ayer tarde) para fastidio del conjunto de la población. Es evidente que el derecho a la huelga es una de las bases de la libertad laboral en un estado democrático. Pero dicho derecho acaba perdiendo su valor cuando se convierte en una estratagema para que un grupo de elegidos se sienta capaz de poner en jaque a toda la población, simplemente por un deseo de mejora que no es trascendental.

Como sabrán ustedes, el verdadero motivo de esta huelga que lunes y miércoles dejó tirados a miles de trabajadores que sí necesitan utilizar el transporte público es la reivindicación de diversas plazas de aparcamiento en la estación de Sants para los maquinistas. No hablamos de despidos, ni de la lucha por una reivindicación laboral importante. Se trata del pulso de un colectivo esencial en el transporte ferroviario para conseguir un pequeño lujo, sin importar las consecuencias que dicha reivindicación pueda tener. Durante muchos años los gobernantes, pese a detectar anomalías en la regulación del derecho de huelga, han preferido mirar hacia otro lado para evitar que la moda imperante por lo políticamente correcto no les tildara de autoritarios o pseudofascistas. De todos modos, ¿qué es más autoritario? ¿Poner límites al uso del derecho a la huelga o permitir que bajo el amparo legislativo el grueso de la ciudadanía se vea afectado por una reivindicación que roza la hilaridad? Hace tiempo que los límites tendrían que estar claramente establecidos en la ley para evitar que los servicios públicos puedan estar regulados al albur de un pequeño gueto de privilegiados.

La situación no es nueva. Desde los años 80 hasta la actualidad, cuando no eran los miembros del Semaf (el sindicato de maquinistas) eran los refinados componentes del Sepla (el sindicato de pilotos) los que se turnaban para dejar patas arriba al país. Estas organizaciones han ejercido un poder inusitado en las relaciones laborales, rozando con sus acciones algo que se aleja a gran velocidad de lo que debería preservar la democracia, es decir, el bien común. Por ello, después de demasiados años aguantando la careta de lo que está bien visto, los gobernantes deberían ir al fondo de la cuestión. ¿O acaso creen que en situaciones como la que hoy estamos viviendo a la población le importaría que los trenes fuesen conducidos por miembros del ejército? Ya sé que ahora saldrán los puristas laboralistas hablando de la imposibilidad de conculcar el derecho a la huelga pero, por favor, una situación de desproporcionalidad como la actual ya no tiene ningún sentido.

7-V-10, Albert Gimeno, lavanguardia