La reforma del Estatut se remonta a las elecciones de 1999: las últimas de Pujol, las primeras de Maragall. El convergente se mantuvo en el poder con el apoyo del PP a cambio de no abrir ningún melón constitucional ni estatutario. El socialista, en pleno berrinche por su victoria pírrica (en votos, no en escaños), forzó una comisión para impulsar el autogobierno con ERC e ICV. Pujol no lo vio claro. Siguió defendiendo la lectura generosa de la Constitución, pero a su delfín, Artur Mas, no le quedó más remedio que correr a colocarse delante de la manifestación que abanderaba Maragall.
A partir de ahí, los desatinos se sucedieron. El Zapatero del talante y la España plural no dudó en dar alas a Maragall. El primer tripartito ya estaba en el poder tras firmar un pacto del Tinell que incluía un cordón sanitario contra el PP; Zapatero, en su papel de ahijado de la diosa fortuna, iba prometiendo que votaría lo que saliera del Parlament, mientras un agrio PP se enrocaba hasta colocar mesas petitorias contra los díscolos catalanes…
El desenlace de la película son diez hombres sin piedad a los que se les pide que avalen un Estatut que se forjó penosamente justo para sortear y puentear algunas estrecheces de la Constitución sin arremangarse a cambiarla, ingente tarea para la que no se tenían fuerzas ni agallas. A esos guardianes de las esencias les pedimos ahora generosidad, ductilidad, para sentenciar el encaje de bolillos confeccionado entre el Parlament y las Cortes. Los hemos dividido en progresistas y conservadores, buenos y malos, aunque todos están por la labor de limpiar de veleidades el texto que el PSOE no osó acabar de cepillar a fondo. El PP y el PSOE podrían renovar el Alto Tribunal, pero eso sería claudicar ante las fuerzas centrífugas catalanas. Un peligroso precedente. Por eso los diez hombres sin piedad serán los malos del guión. Todos ellos. En la película de Sidney Lumet, once de los doce miembros del jurado están a punto de enviar a un muchacho a la silla eléctrica. Todos menos un Henry Fonda que infunde a los demás -al graciosillo, al pasota, al que se deja llevar...- el virus de la duda, inoculándolo en aquel implacable jurado hasta que cambia de criterio. ¿Era el muchacho culpable o no? Al principio sí. Horas después, no.
Desengáñense, en este guión ya nadie es capaz de encarnar a Henry Fonda para salvar de la poda al Estatut. La película sólo puede acabar como empezó. Mal.
20-IV-10, M. Dolores García, lavanguardia