Vittorio Messori es, según suele afirmarse, el autor católico más leído en el mundo. Esta es la razón más obvia, aunque no la más importante, por la que sus escritos se han convertido en un opencor literario en el que los vaticanistas pueden satisfacer, durante los 365 días del año, sus necesidades argumentales y retóricas más urgentes. Messori ofrece a sus clientes una amplia gama de productos en la que destacan los alimentos espirituales llamativamente empaquetados como libros-entrevista con un Papa o con algún prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y en la que no faltan los artículos de limpieza, que suelen publicitarse como relecturas de la historia útiles para el blanqueo de leyendas negras. Como la interpretación de las cruzadas elaborada por Franco Cardini, que se comercializa con marca blanca. O el libroalgodón de producción propia, que, según los anuncios, prueba la ausencia de polvo en el Opus Dei. Pero sus artículos más vendidos son dos frases sin azúcar estratégicamente situadas al lado de las cajas de cobro. Como la que masticó Raniero Cantalamessa, fraile predicador de la Casa Pontificia, en su homilía del Viernes Santo, leyendo al parecer la carta de un amigo judío. Ola que él mismo hinchó por enésima vez como un globo en la entrevista que el periodista Lluís Amiguet le hizo para La Contra de La Vanguardia.
"El anticatolicismo ha sustituido el antisemitismo". Y "sólo hay tres minorías que no están protegidas por lo políticamente correcto, y de las que, por tanto, se puede hablar mal libremente: los cazadores, los fumadores y los católicos". Dos eslóganes que Messori, el publicista mimado del Vaticano, lleva años repitiendo y que definen con eficacia y en lenguaje extraoficial la imagen de marca por la que ha apostado estratégicamente la Iglesia católica desde los últimos años del pontificado de Juan Pablo II. El primero proyecta sobre la democracia liberal, de manera tan impactante como cínica, la sombra del totalitarismo. El segundo recurre a la comparación humorística característica de cierta publicidad para presentar lo políticamente correcto como la desembocadura de un liberalismo político que, nacido de la conversión de la tolerancia en valor, habría degenerado fatalmente en un relativismo absurdo y paradójicamente intolerante. Ambos pintan falsamente a los católicos como una minoría perseguida, a pesar de ser, de largo, en no pocas democracias liberales, la más generosamente subvencionada por el Estado.
Vittorio Messori ha manifestado en alguna entrevista que el Estado que surgió con la superación del ancien régime le horroriza. Hay que entender su horror, al que no es ajeno el hecho de que este Estado naciese con la voluntad de impedir la injerencia del poder eclesiástico en lo civil, para comprender el lugar que ocupa Messori en el discurso actual de un catolicismo para el que, tras la caída del Muro, el liberalismo ha vuelto a ser pecado.
6-IV-10, Josep Maria Ruiz Simon, lavanguardia