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DOSSIER: reforma (lampedusiana?) de la Llei Electoral
El presidente de la Generalitat ha instado esta semana a lograr un pacto sobre la ley electoral como si esa reforma no fuese una misión imposible. Y la mejor demostración de ello es que el Principat lleva 30 años celebrando las elecciones autonómicas a partir de una disposición transitoria del Estatut de Sau que debía servir como fórmula provisional en tanto "Catalunya no regule el procedimiento para las elecciones al Parlament". Las dificultades para llegar a un acuerdo chocan con un obstáculo decisivo: no hay forma de encontrar un sistema mejor y que, además, sea aceptable por los principales partidos políticos.
Por eso han fracasado todos los intentos de modificar una fórmula que está inspirada en el modelo que opera en el conjunto de España. Sin olvidar que las desviaciones que registra el sistema catalán son mucho menores que las que presentan otros modelos, con lo que cualquier remedio podría ser peor que la enfermedad.
El problema es que las pequeñas desviaciones del actual sistema son lo bastante decisivas como para determinar el propio signo del gobierno catalán. Así ocurrió en 1999, cuando el partido más votado, el PSC, obtuvo menos escaños que CiU (que se benefició de una desviación del 10% a la hora de traducir sus votos en diputados). Es verdad que eso también ocurrió en los comicios del 2003. Pero en el caso de los comicios del 99, el bloque que formaban nacionalistas y populares logró reunir la mayoría absoluta del Parlament, pese a que las fuerzas del tripartito (socialistas, ICV, EUiA y Esquerra) sumaban 100.000 votos más.
¿Por qué se produce esa distorsión? Las razones son dos. La primera responde a la sobrerrepresentación de algunas circunscripciones provinciales. Así, mientras Barcelona congrega al 75% del censo de Catalunya, sólo adjudica el 63% de los escaños del Parlament. En cambio, Lleida, cuyo censo supone menos del 6% de la población catalana, reparte más del 11% de los diputados de la Cámara catalana. Esta diferencia implica, además, que el peso relativo del voto de un ciudadano de Barcelona a la hora de determinar la composición del Parlament sea menor que el de los electores del resto de Catalunya.
Ahora bien, esta distorsión es un lugar común en muchos sistemas electorales que buscan con ello dar voz a los territorios demográficamente más débiles. De hecho, el modelo español hace lo mismo con provincias despobladas, como Soria, frente a territorios de alta densidad, como Madrid o Barcelona. El problema de este mecanismo corrector aparece cuando se combina con un reparto desigual del voto de cada partido; es decir, cuando algunos partidos concentran sus votos en unas determinadas zonas (infrarrepresentadas), mientras que los restantes lo hacen en mayor medida en otras (ver cuadro adjunto). Así, la aplicación de un plus de representación a los territorios donde, por ejemplo, CiU y Esquerra congregan una proporción de sus votos superior a la que cosechan PSC, PP o ICV se traduce en una distorsión a favor de las formaciones nacionalistas (como revela el contraste entre los resultados actuales y los que produciría un sistema proporcional de circunscripción única).
A partir de ahí es evidente que cualquier reforma se enfrenta a intereses furiosamente contrapuestos. Una mayor proporcionalidad perjudica a los partidos nacionalistas. Y la introducción de nuevas circunscripciones - sean las comarcas o incluso las veguerías-en un contexto de "distribución muy desigual de la población catalana" no sólo las haría "inevitablemente muy desiguales", también podría acentuar la falta de proporcionalidad del sistema. Sin olvidar que una posible fórmula de elección uninominal por comarca carece de interés para los partidos medianos o pequeños, que no sacarían ningún provecho. Lo dicho: si ningún cambio ofrece ventajas simultáneas a todos los partidos (o a una mayoría de ellos), está claro de antemano que resulta inevitable dejar las cosas como están.
29-III-10, C. Castro, lavanguardia