ŽBochornoŽ, Xavier Antich

Somos lo que somos: lo que decimos y lo que hacemos. Y eso nos define. Son nuestros actos los que hablan por nosotros y, también, habla por nosotros todo aquello que decimos y, sobre todo, cómo lo decimos. Ninguno de nosotros posee una naturaleza angélica independiente de nuestros actos y palabras. En el decir y en el hacer se concreta nuestra esencia. Somos seres humanos y, por ello, estamos singularizados como especie. Pero nos individualizamos dentro de la especie ynos definimos moralmente por todo lo que, sin ser fruto de la mera naturaleza biológica, cae dentro del ámbito de nuestra responsabilidad. Y, así, no podemos esquivar los efectos de lo que decimos y hacemos. Una vieja tradición del pensamiento occidental, que se remonta cuando menos a Tomás de Aquino, ha prestado atención al verbum mentis:la palabra forjada en el seno del pensamiento, esa palabra que nos define y con la que expresamos lo que entendemos, lo que sentimos, lo que deseamos. Nuestra palabra se arraiga en lo más íntimo de nuestro ser. El hablar no es nunca, por frívolo que sea, un hablar por hablar: al contrario, nuestro decir surge siempre de un lugar del que no podemos escondernos.

Tan importantes son las palabras que, como saben los filósofos del lenguaje, algunas tienen carácter performativo. Con sólo ser enunciadas, crean una determinada realidad y hacen que alguna cosa sea: como cuando alguien dice "yo os declaro marido y mujer". Hay palabras que hacen que las cosas dejen de ser lo que son y pasen a ser otra cosa diferente. No existen palabras gratuitas: es un oxímoron. Hay palabras que pueden llevarnos al cielo y palabras que pueden herirnos.

Hay palabras que fundamentan una amistad y palabras que deterioran el espacio público. Lo dijo Aristóteles: a diferencia de los animales, que sólo tienen voz para indicar dolor y placer, el ser humano es un animal político porque tiene la palabra, capaz de expresar lo conveniente y lo dañino, lo justo y lo injusto.

Espero que disculpen el excurso filosófico, pero no he encontrado mejor manera de enfriar la indignación y el bochorno que, como a tantos, me han producido los miserables insultos que Miguel Ángel Martín, consejero de distrito por el PSC en Barcelona, ha dedicado a Mònica Terribas a raíz de su entrevista al presidente de la Generalitat. No se trata de una anécdota menor, sino un hecho de una gravedad insólita en un sistema democrático. Es irrelevante que, personalmente, considere a Mònica Terribas una profesional rigurosa e irreprochable y uno de los valores más indiscutibles y gigantescos de la televisión pública catalana. La gravedad se debe, primero, a que el tal Martín es un cargo público y, como tal, se debe a lo público, y, segundo, a que sus groserías han sido acompañadas por un coro en sordina de tres parlamentarios del PSC (Joan Ferran, Josep Maria Balcells y Carme Figueras) que, sin ningún tipo de pudor, han exigido a la periodista y, con ella, a la televisión pública una deferencia y un servilismo para con el poder político que nada tienen que ver con el periodismo y sí, en cambio, con la adulación. Quim Monzó, Màrius Carol, Víctor Amela y Albert Gimeno, en estas mismas páginas, ya han denunciado lo intolerable de estas declaraciones. Tal vez puedan añadirse, a sus juiciosas palabras, dos consideraciones.

Primera. La presión partidista sobre los medios de comunicación es contraria, en esencia, a los mecanismos de información en un sistema democrático. Lo contrario, y bastante de eso hay en lo que hemos leído estos días, es avasallamiento, intimidación y matonismo. Por suerte, este país ha ido blindando, poco a poco, algunas esferas de la vida pública para que no queden sometidas al linchamiento de los funcionarios políticos de turno, que prefieren habitualmente, casi de oficio, el incienso antes que el libre y razonado ejercicio del debate y la crítica. Pero no se puede bajar la guardia, pues en todas partes cuecen habas. La Diputación de Valencia, en manos del PP, ha obligado a retirar diez fotografías de una exposición organizada por la Unió de Periodistes Valencians en el MuVIM: un ejemplo de manual de censura totalitaria, que además ha provocado el cierre de la exposición y la dimisión de Romà de la Calle, catedrático de la universidad y director del centro.

Tan zafia ha sido la acción que las fotografías lograron, a través de internet, una difusión con la que sus autores nunca soñaron. Aviso para navegantes: el espacio público tiene mecanismos para defenderse.

Segunda. Este nunca ha sido un país bien educado. Más bien todo lo contrario. Como colectivo, somos, y quizá cada vez más, una pandilla de bestias y groseros. Aquí puede dársele un empujón, como quien no quiere la cosa, a un anciano y que nadie mueva un dedo para ayudarle a levantarse (trabajo de campo: el jueves pasado en Barcelona, metro Liceu). "Por favor" y "gracias" empiezan a ser expresiones en desuso. Y, claro, siempre es más fácil gruñir que hablar. Cada cual es lo que es y, decíamos, responde por lo que dice, o lo que no, y por lo que hace. Pero, desde luego, al menos a los que viven del erario público debe exigírseles un mínimo de urbanidad, esa virtud obsoleta para algunos y que, sin embargo, define la posibilidad de habitar conjuntamente el espacio común. Por eso no es de recibo la imagen de un ex presidente del Gobierno español levantando el dedo corazón a unos bárbaros que lo increpan. Y, por eso, el tal Martín, figurante privilegiado en una historia local de la infamia, ha quedado incapacitado por desfachatez para ocupar, sin que a todos se nos caiga la cara de vergüenza, su cargo público. Sería una reacción modélica de salud pública que los propios militantes del PSC forzaran que ese pájaro se fuera a su casa. Constituiría un reconocimiento de que con según qué cosas no se juega. Y, sobre todo, de que las palabras cuentan.

22-III-10, Xavier Antich, lavanguardia