El próximo viernes se cumplirán 30 años de los primeros comicios democráticos celebrados en España tras la muerte de Franco, regulados bajo un sistema que la Constitución aprobada 18 meses después no cambió en lo fundamental y que ha permanecido prácticamente inalterado desde entonces. Se trata de un sistema proporcional y no mayoritario, que concede gran importancia a los aparatos de los partidos políticos y que prima fundamentalmente a las dos listas más votadas, aunque ampara también a los partidos nacionalistas en sus respectivas comunidades autónomas.
De un tiempo a esta parte, sin embargo, el sistema ha empezado a ser contestado. En primer lugar, por algunos dirigentes de Convergència i Unió, fuerza que a pesar de ser la que obtuvo más escaños en las elecciones autonómicas del 2003 y el 2006 no pudo formar gobierno. En la actualidad, el PP, privado del gobierno de algunas comunidades autónomas y ayuntamientos pese a ser la fuerza más votada, también ha expresado algunas reticencias, compendiadas en la afirmación efectuada a este periódico por su presidente, Mariano Rajoy, hace apenas ocho días: "El partido que gana las elecciones, si es con claridad, debe gobernar".
Lamentablemente, la claridad no es un elemento aritmético, pero es cierto que, al calor de la elevada participación registrada en las recientes elecciones presidenciales francesas (85%), algunos están mirando fuera de nuestras fronteras en busca de un sistema alternativo, que sea más justo y más sencillo y que encima fomente la participación.
Vayan por delante tres verdades del barquero: no hay ningún sistema electoral perfecto, pueden buscarse ejemplos históricos reales para defender una tesis pero también su contraria y, por decirlo de alguna forma, la función crea el órgano. En otras palabras, si en Estados Unidos o Gran Bretaña rigiera un sistema electoral como el nuestro, difícilmente estaría circunscrito el juego político a sólo dos partidos, a lo sumo tres. Y a la inversa; con un sistema mayoritario, sería muy improbable que los tres millones escasos de ciudadanos que votaron en las últimas autonómicas catalanas dieran representación a nada menos que a seis grupos.
Es verdad que el sistema mayoritario por circunscripciones individuales puede arrojar resultados como el de las elecciones británicas del 2005, en las que los laboristas de Tony Blair, con sólo el 36% de los votos, dominan cómodamente la Cámara de los Comunes. El mecanismo por el que se rigen las elecciones presidenciales estadounidenses - en la práctica, cincuenta elecciones distintas, más el distrito de Columbia- aún es más complejo; baste decir que Bill Clinton ganó en 1992 con apenas el 43% de los votos populares, en unos comicios con una participación cercana al 56%. En otras palabras, los que respaldaron a Clinton no llegaron ni al 25% del censo, lo que no resta ni un ápice de legitimidad a su victoria.
En fin, no conviene confundir las mecánicas electorales con las razones de la abstención; son dos temas distintos, aunque puedan relacionarse. En Estados Unidos, donde los resultados electorales se desmenuzan hasta la centésima, está sobradamente demostrado que la participación es directamente proporcional a la renta y a lo reñido que se presente un resultado. En España, en cualquier caso, da la sensación de que, con la posible excepción de los comicios municipales - dada la tradición de respeto a la autonomía de los consistorios-, cualquier reforma electoral significativa exigiría un cambio constitucional.
lavanguardia, 11-VI-07.