ŽEl partido fantasmaŽ, Carles Castro

Bill Clinton describió el singular carácter de su vicepresidente Al Gore a través de un insólito diálogo en la Casa Blanca. El entonces presidente tenía ante sí un papel en blanco y su segundo le preguntó insistentemente por su significado. Clinton lo miró sorprendido y respondió: "Nada, sólo es un papel en blanco". Pero Al Gore no quedó satisfecho. Incluso el papel en blanco encerraba para él algún enigma. Y, sin duda, cuando ese papel en blanco se introduce en una urna, el enigma adquiere mayor dimensión. Sobre todo si su cifra alcanza a centenares de miles de personas.

Lo curioso del caso es que la magnitud del voto en blanco no afecta al reparto de escaños entre los partidos que superan la tasa mínima de voto para lograr representación (el 3% en las elecciones catalanas), aunque sí puede dejar fuera del reparto a aquellas formaciones minoritarias que rozan la tasa mínima de representación. La razón es sencilla: los votos en blanco se contabilizan como votos válidos a efectos de calcular el porcentaje de cada candidatura. Y cuantos más votos válidos, más papeletas necesitará cada partido para elevar su cuota electoral. De ahí que a los pequeños partidos les beneficie sobre todo la abstención, ya que ese fenómeno sí aumenta su peso relativo: baja la marea y entonces ellos pueden asomar la cabeza fuera del agua.

Ahora bien, más allá de estas certezas, el voto en blanco encierra algunos enigmas sobre su auténtico significado. Está claro que quienes lo emiten expresan su falta de sintonía con la oferta partidista en juego. Lo que no está tan claro es que esa falta de sintonía obedezca siempre a factores coyunturales y crezca cuando lo hace la abstención o la desafección electoral. Y tampoco está claro que el voto en blanco guarde una relación inversamente proporcional al número de marcas disponibles o a la amplitud del pluralismo (lo que supondría más papeletas en blanco cuanto menor fuera la posibilidad de elegir entre varias ofertas viables).

Por ejemplo, el voto en blanco ha sido casi siempre superior en las elecciones catalanas (pese a que el mercado político local ha brindado hasta seis marcas con representación parlamentaria) que en las elecciones españolas (donde la oferta de ámbito estatal se reduce a tres o cuatro formaciones parlamentarias). Sin embargo, la paradoja se acentúa porque, al mismo tiempo, la tasa de voto en blanco en las elecciones generales ha venido siendo inferior en Catalunya hasta el año 2004. Y en aquellos comicios tan dramáticos la diferencia fue palpable: frente a un porcentaje del 1,6% en el conjunto de España (y casi medio millón de papeletas en blanco), Catalunya registró sólo un 0,9% (y 35.000). Es más: mientras en el conjunto del Estado el voto en blanco en marzo del 2004 mantuvo la misma tasa que cuatro años atrás, en el Principat cayó a la mitad.

Pero los contrastes no acaban ahí. Por ejemplo, en unas elecciones tan participativas y decisivas como las de 1982 el voto en blanco prácticamente se duplicó en España, mientras que en Catalunya permaneció intacto. Y todo eso ocurría tras un intento de golpe de Estado contra el sistema democrático. Claro que esa correlación entre aumento de la participación e incremento del voto en blanco en España se ha extendido a otros comicios de alta tensión: 1993, 1996 o 2004. La conclusión parece evidente: igual que los espacios políticos amplían su número de votantes si la participación crece de forma homogénea, también lo hace el partido del voto en blanco, convertido en la práctica en espacio ideológico con su propia clientela (impermeable a los cantos de sirena de la partitocracia y con un núcleo duro dispuesto a votar en blanco en cualquier supuesto).

La evolución del voto en blanco sólo admite una conclusión inequívoca. Es verdad que ha experimentado vaivenes, pero desde 1977 no ha dejado de crecer. Hace más de treinta años fue del 0,25% en España y del 0,19% en Catalunya. Unas magnitudes que ya nunca más volvieron a repetirse.

En el 2008, el porcentaje superó el 1% en España y el 1,5% en Catalunya. Y en el caso de las catalanas, el salto ha ido del 0,7% en 1980 al 2% en el 2006. Claro que estos últimos comicios suponen el más nítido ejemplo de trasvase de electores que se sintieron decepcionados con algún partido y apostaron por el voto en blanco. En consecuencia, los factores coyunturales pueden alimentar la desafección y elevar su contingente fijo de seguidores, pero el envejecimiento del sistema y su inevitable desgaste tienen también algo que ver con el crecimiento del voto en blanco.

15-XI-09, Carles Castro, lavanguardia