Décadas de dependencia excesiva del ladrillo, de vender expectativas hinchadas, humo en lugar de realidades, de construir más pisos que toda Inglaterra, Francia y Alemania juntas, de especular para obtener grandes ganancias por la vía más rápida y sin apenas esfuerzo, de estirar mucho más el brazo que la manga, están pasando una factura astronómica a la economía española, que sigue dando tumbos a ciegas por la crisis, mientras nuestros vecinos comienzan a vislumbrar una luz al final del túnel.
En medio de la crisis, emergen ahora, también en Catalunya, episodios sintomáticos de una presunta corrupción urbanística, vinculada al ámbito municipal, que más de un rapsoda del oasis patrio -la mayor entelequia jamás contada- había circunscrito a la Andalucía gilista,la Valencia de traca y falla políticas o la peor versión castiza del Madrid más trilero. Con todas las cautelas que aconseja cualquier iniciativa del espumoso juez Garzón y con el respeto más escrupuloso a la presunción de inocencia, lo sucedido esta semana en Santa Coloma de Gramenet bien merece una reflexión antes de que este simulacro de tangentópoli a la catalana, que irrumpe cuando el país no se ha recuperado de la vergüenza colectiva del caso Millet, acabe con la escasa credibilidad que aún conservan los gestores de lo público.
El revuelo causado por la intervención de la Guardia Civil en Santa Coloma relegó a un segundo plano las afirmaciones hechas por Jordi Pujol la noche anterior en TV3. El ex presidente de la Generalitat amenazaba con tirar de la manta, insinuando así que sabe muchas cosas más de las que aparecen en sus memorias publicadas. Sin embargo, al mismo tiempo, Pujol alertaba del riesgo de que todos, propios y extraños, pudieran salir lastimados si se destaparan pestilentes historias del pasado.
Seguro que quien gobernó Catalunya durante más de veinte años habla con pleno conocimiento de causa: si alguien enciende el ventilador, más de uno pillará un resfriado. Pero ¿acaso no es mejor hacer ahora limpieza a fondo, acabar con el juego sucio de la insinuación y la sospecha generalizada y permanente, efectuar la prueba del algodón y comprobar que, efectivamente, no todos los políticos son iguales? ¿No es preferible la regeneración democrática ya, caiga quien caiga? ¿Es conveniente seguir alimentando la creencia popular de que no se aplica a todos por igual el principio de que quien la hace la paga? Los ciudadanos electores (ni mejores ni peores que quienes los representan, reflejo de la sociedad en la que viven) difícilmente aceptarían que, entre todos, decidieran correr un tupido velo. Sería el modo de dinamitar el sistema de partidos y de abonar el terreno a la aparición de salvadores,proyectos personalistas y con altas dosis de populismo, que en ningún caso son garantía de una democracia más sana.
Ramon Suñé, lavanguardia