Aventuro un escenario: una joven nacida en los años noventa - la democracia asentada y la igualdad, un derecho-empieza a salir con un chico doce años mayor que ella, hasta que lo denuncia por haberla agredido. Se termina la relación, ella conoce a otro chico, pero el ex novio sigue llamándola. "Estaba enganchada", declaran las amigas de Laura Alonso, una vez que Javier Cruz confiesa haberla asesinado. Algunos medios airean la vida sentimental de la víctima: que si lo veía en secreto engañando a su actual pareja, que si el asesino ya estaba en la cama con el pijama cuando ella lo llamó aquella noche… Podría seguir enumerando detalles morbosos que han aparecido tanto en la prensa de calidad como en los corrales de alguna cadena de televisión, y que me han traído el eco de aquellas noticias de sucesos donde lo que hoy se considera violencia de género resultaban ser historias de amores locos, Eros y Thanatos liándose la manta a la cabeza. El País del pasado miércoles resucitaba una expresión que creía proscrita, ¡entrecomillada en boca de expertos!: "Es un crimen pasional, violencia machista, de eso no cabe duda".
El amor nada tiene que ver con todo esto. La percepción que tienen los ciudadanos sobre la violencia de pareja es difusa. Se acentúa la supremacía de un sexo sobre otro, y se silencia la toxicidad de un falso sentimiento amoroso convertido en masoquismo. Es difícil oír el trasfondo del asunto más allá del "es un problema de educación". Reflexionar, por ejemplo, sobre el llamado síndrome de Estocolmo doméstico, un trastorno que sufren muchas mujeres sometidas a abusos que, paralizadas, defienden a sus agresores como si su violencia fuera el resultado de una sociedad injusta. La mala conjugación del verbo amar sigue arrastrando su mito trágico y su instinto depredador.
La mayoría de las víctimas de la violencia machista son mujeres jóvenes - entre 21 y 40 años-.También son las que menos denuncian. Muchas declaran sentir compasión por su verdugo. La compasión es un sentimiento tramposo en el amor: nadie rompe un corazón que ya está roto en mil pedazos y que, para proteger la propia integridad psicológica, siente una especie de lástima por uno mismo que se transfiere al otro en forma de perdón y oportunidad. La tolerancia que aún se da en muchas relaciones ante un brote de violencia confunde la pasión con la dependencia y justifica, bajo la mascarada del querer, a un ser dominante que a menudo se encela, controla salidas, lecturas o ropa. Claro que el amor es un pacto, como decía Rilke: dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse felices. Es dar lo que no se tiene, con proximidad, ternura, acaso vértigo. Pero si se traspasa la línea del respeto, tan sólo cabe un punto final. Algo que, habida cuenta de la gran distorsión entre amor y dolor, se debería enseñar desde la cuna.
7-IX-09, Joana Bonet, lavanguardia