Parece ser que, cuando Napoleón se entrevistó con Goethe en 1808, después de conversar sobre poesía, le regaló una de esas máximas propias de un hombre de acción como él, que había sobrevivido a la Revolución con la cabeza sobre los hombros y que había arrasado en medio mundo: "Las tragedias pertenecen al pasado, a una época más sombría ¿Qué tenemos que ver nosotros hoy con el destino? El destino es la política". A Hegel, el filósofo de su tiempo, sin duda le debió gustar la reflexión.
Y es que, a los ojos del prócer, la tragedia pertenecía ya a un mundo lejano en el que los hombres se sentían marionetas abrumadas bajo el peso de un destino que no podían controlar. Por el contrario, la política, que define a la edad moderna, tiene que ver con seres humanos que toman sus decisiones en libertad, y que, con sentido de la responsabilidad, que ya es suponer, manejan los datos que condicionan la vida en común para determinar su curso a partir de las decisiones que toman. Al fin y al cabo, tanto para Max Weber como para Adorno, pensadores distintos donde los haya, la responsabilidad tiene que ver con la adopción de una acción en el contexto de un mundo social donde las consecuencias importan.
Tal vez sea esta una consideración de la política demasiado elevada y optimista, pero, en todo caso, a falta de un destino a quien colgar el mochuelo si las cosas van mal dadas, no tenemos más opción que mirarnos al espejo. No soy demasiado partidario de jeremiadas de esas que sostienen que tenemos lo que nos merecemos, sobre todo en lo que respecta a nuestros representantes políticos. Pero lo cierto es que a veces lo parece, y el balance entre las expectativas y la realidad ofrece, entonces, un resultado desolador.
Y para muestra, un botón. Con la que está cayendo, entre la crisis económica y el paro, entre la situación educativa general y los problemas sanitarios, produce una cierta estupefacción el espectáculo que están dando las cúpulas de los dos principales partidos estatales, PP y PSOE. Ya sé que es agosto, y que los calores y tal y cual. Y que, por otra parte, las declaraciones de los partidos son cada vez más irrelevantes desde el punto de vista informativo y, por supuesto, político. Pero parece que este verano se está bordeando, si no se ha superado ya, el límite convencional que marca la entrada en el disparate, el ridículo o la obscenidad. O, para no ponernos alarmistas, podría considerarse que el panorama no está siendo nada edificante, como diría un moralista.
No es que acabe de caerme del nido. Pues es cierto que incluso la ficción televisiva, al menos la más lúcida, lo ha repetido hasta la saciedad, como el guaperas de Josh Lyman en El ala oeste de la Casa Blanca:"La política es éticamente dudosa". Pero, con todo, el rifirrafe veraniego cumple la definición del diccionario de la RAE: "contienda o bulla ligera y sin trascendencia". Y bulla es "griterío o ruido que hacen una o más personas". Antes, cuando la política era cosa de pocos, pero muy pocos, que eran los que tenían voz (y voto), el ruido era patrimonio exclusivo del resto de la sociedad. Unos pocos hablaban, sus palabras determinaban el curso de las cosas, y el resto, sin voz (ni voto), emitía sólo un rumor que bien podía ser considerado como incomprensible. Sin embargo, con la democracia moderna de corte representativo, se supone que los cargos electos son los portadores de la voz social y que, con más o menos fortuna, deben hablar en su nombre.
Eso en teoría, claro. Porque, cuando el debate político alcanza el tono verdulero de la tertulia navajera de sobremesa, es difícil reconocer la propia voz, y no es que yo tenga la piel muy fina, en el ejercicio de despellejarse mutuamente de forma gratuita y, perdonen, irresponsable. Porque eso sucede ahora: la apoteosis del despellejar. Volvamos a la RAE: "Quitar el pellejo, desollar", pero también "murmurar muy malamente de alguien". Y eso es lo que nos están ofreciendo las cúpulas del PSOE y PP estas semanas: cómo unos pretenden quitarle dialécticamente el pellejo al contrincante, y viceversa, sólo con murmurar muy malamente de él. Pero murmurar no es "decir", sino "hablar entre dientes". Pues si hay algo que decir, se dice. Pero cuando no se tiene qué decir, se murmura, haciendo solamente ruido. Y así nos va.
Recordábamos cómo Weber y Adorno vinculaban la responsabilidad con la asunción de las consecuencias de nuestros actos. Y uno, tal vez ingenuamente, se pregunta si estos sujetos han calibrado bien, antes de soltar lo que sueltan, las consecuencias de lo que parece que dicen. Porque, a lo mejor, empezarían a tener respuesta sobre ese abstencionismo que tanto les preocupa el día después de cualquier jornada electoral. Y, a lo mejor, pero esto sí que acaso sea de un optimismo delirante, se les ocurriría pensar que mucha gente empieza a estar cansada, no de la política, pero sí de ciertos políticos y de su cierta forma de entender la política. Eso que podría ser tan noble y responsable, en ocasiones.
18-VIII-09, Xavier Antich, lavanguardia