Corresponde al sociólogo alemán U. Beck la feliz ocurrencia de caracterizar algunos de los conceptos que habitualmente utilizamos como conceptos zombi, es decir, muertos vivientes.
Son conceptos que pueblan nuestras mentes y discursos, cuyo contenido todavía
recordamos e incluso usamos (como Estado, progreso, soberanía, familia,
nación o clase) pero que, o bien han mutado en algo distinto, o bien están
pasando a mejor vida. Las nociones de público y privado (y sus relaciones)
no han desaparecido, pero en las últimas décadas han sufrido un cambio
profundo, a pesar de que algunas personas y organizaciones crean que
su separación clara y distinta nunca morirá.
Todavía en Catalunya se habla y escribe desde el supuesto de que defender
lo público implica rechazar toda connivencia con el mundo privado
(sean escuelas, universidades, centros de atención social o sanitaria, etcétera).
Pero la realidad muestra que las fronteras entre ambos sectores hoy
son mucho más complejas y están mucho más entrelazadas. Las escuelas
concertadas ¿acaso no tienen una dimensión pública? ¿Y los hospitales
concertados? ¿Y las ONG, fundaciones y movimientos sociales solidarios? ¿A qué
consideramos público: al servicio ofrecido, a su gestión, a la titularidad jurídica de la organización,
al origen de los fondos económicos que lo sufragan, al impacto de los resultados, a las
finalidades que rigen a las organizaciones?
Está por hacer una reflexión sobre el cúmulo de confusiones y estereotipos ideológicos todavía
hoy vigentes que acompañan el uso y la noción de dichos conceptos. A veces se presenta
como algo sospechoso e incoherente, por ejemplo, que nuestros líderes conservadores o liberales
defiendan el Estado de bienestar y que nuestros líderes progresistas y de izquierdas lleven
a sus hijos a escuelas privadas. Puede que en algunos casos lo sea, e incluso que responda
al cinismo de rechazar para sí lo que se reclama para todos. Pero en general no se trata de un
problema de falta de coherencia, sino un ejemplo más de las disonancias que genera un discurso
zombi en relación con la complejidad de las prácticas sociales. Por esa misma razón, lo
público en abstracto ya no puede ser utilizado como sinónimo de progresista, ni lo privado como
sinónimo de algo ajeno a cualquier preocupación social. Si no somos capaces de rectificar,
puede que zombis, en lugar de serlo los conceptos, acabemos siéndolo nosotros.
Un ejemplo menor pero significativo de dicha confusión lo podemos encontrar en alguno
de los textos que acompañan al Llibre blanc de la funció pública. A la hora de hablar de la ética
y los valores de la Administración pública se realiza una comparación, a nuestro parecer desafortunada. Según el autor del texto, la utilización de los valores en el mundo empresarial es
instrumental, son sólo un medio o una excusa para incrementar los beneficios. En cambio, en
el reino celestial de la Administración pública los valores representan la realidad misma
de la organización. Probablemente no haya nada más zombi que el hábito
de proyectar dicotomías maniqueas sobre la realidad. En los años 70, cuando
la empresa era concebida como un puro actor económico del mercado, hizo
fortuna la formulación de Friedman: la responsabilidad social de la
empresa es aumentar sus beneficios. Con el cambio de siglo, en plena globalización
económica, cuando la empresa es inseparable de su contexto social,
la Unión Europea la define como la integración voluntaria de las preocupaciones
sociales y medioambientales en sus operaciones comerciales y en las relaciones
con sus interlocutores.
Un proceso análogo ha ocurrido con la Administración pública. En el
cambio que va del modelo burocrático al paradigma posburocrático o new public
management, las administraciones han tenido que aprender a incorporar
una lógica productiva en su cultura, sistemas y procesos; es decir, han
desarrollado una orientación más marcada hacia los resultados, en términos
de eficiencia, de eficacia y de calidad del servicio. En definitiva, las empresas
se han hecho (más) ciudadanas y las administraciones se han hecho
(más) gerenciales. En ambos casos la referencia a los valores ya no se puede dar por
supuesta, sino que depende de la voluntad de articular un proyecto organizativo con las prácticas
cotidianas. Es verdad que hay casos de oportunismo, en los que no se busca la ética
sino la cosmética. Pero la línea divisoria entre ambas no se superpone en absoluto con la frontera
entre empresa y Administración pública.
Esto nos lleva a nuestra consideración final. Hemos tenido la oportunidad de colaborar con
directivos de empresas, de la Administración pública, de ONG y de la economía social. Hemos
intentado contribuir a la mejora de sus organizaciones. Nuestra experiencia es que todas
comparten el reto de trabajar con valores, y que en todas ellas la tensión entre valores y contravalores está presente en sus prácticas organizativas. Todas ellas comparten, desde su especificidad, el reto de articular de manera creíble sus prácticas con su misión y su razón de ser.
La bondad de la gestión ya no recae en el predicado (público, privado), sino en el sujeto y en
la naturaleza de la misma práctica, una práctica entreverada de compromiso con la sociedad,
de responsabilidad directiva y de eficacia y calidad. Los conceptos evolucionan. Algunos
hábitos mentales, lamentablemente, no.
22-XI-06, Àngel Castiñeira/Josep M. Lozano, lavanguardia