En ocasiones pongo a mis alumnos de ética el siguiente dilema: "Imaginad que dos días antes del examen un profesor recibe un jamón serrano con una nota de gratitud por el magisterio impartido". Inmediatamente les pregunto: "¿Qué debe hacer tal profesor? ¿Aceptar el jamón? ¿Devolverlo?". No dispongo de espacio para plasmar las distintas respuestas que mis buenos alumnos dan a tal dilema. Algunas son, ciertamente, muy sensatas, otras de risa, pero raramente hay consenso entre ellos.
No resulta nada fácil deslindar la frontera entre un regalo de cortesía y un soborno. De hecho, el problema clave radica en aclarar cuál es la intencionalidad del que da un objeto o un determinado bien. En ética sabemos que noes lícito un juicio de intenciones, puesto que resulta muy arriesgado sentenciar cuál es la intencionalidad del otro a la hora de dar algo. Uno puede tener serias dudas de su gratuidad, pero también puede imaginar que es realmente una manifestación de afecto y de gratitud. Muchas veces en el acto de juzgar la intención del otro uno proyecta sus propios demonios y complejos y atribuye al otro intenciones que jamás estuvieron en su mente. Además, los psicólogos de las profundidades nos alertan de que muy habitualmente ni siquiera uno mismo es plenamente consciente de cuáles son las intenciones profundas de un acto. Este camino, por lo tanto, está vedado.
El factor tiempo cuenta. Una cosa es entregar el jamón serrano después de la publicación de las notas y otra cosa, muy distinta, es hacerlo antes del examen. Cuando uno lo hace a posteriori, tiene más argumentos para pensar que realmente se trata de un regalo gratuito, del que no se espera nada, que se trata de un gesto de reconocimiento sincero, de agradecimiento a una práctica docente. Claro que una mente retorcida podría ver aquí algún interés oculto, especialmente si este profesor imparte otra materia en la facultad. En cualquier caso, la belleza del regalo radica en su gratuidad. El anonimato es otro recurso. Puesto que uno no sabe quién es el donador, tampoco puede sospechar, entonces, si hay interés en alguna contrapartida. El regalo anónimo es bello, pero el receptor tiene derecho a saber quién reconoce su labor y el donador desea, muy a menudo, que se sepa su acción de agradecimiento.
El soborno es moralmente reprobable y una expresión de la mezquindad humana. En ocasiones se empaqueta bajo la forma de regalo aparentemente gratuito y uno llega a creer que es verdad; sin embargo, cuando, por las razones que sea, uno deja el cargo que tanto poder le daba, se da cuenta de hasta qué punto tales regalos eran pequeños eufemismos de soborno. Cuando uno, más allá de sus responsabilidades, recibe regalos gratuitamente, es por su ser que los recibe y no por la función o rol que desempeña en una institución o en el conjunto de la sociedad.
11-VII-09, Francesc Torralba, director de la Cátedra Ethos de la Universitat Ramon Llull
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