īRuidos secundariosī, Joana Bonet

En España el silencio goza de bajo prestigio. Cuando los cafés eran los amplificadores de la vida social, un genio ibérico como Valle-Inclán no permitía que el café Nuevo Levante enmudeciera para oír violines de Thannhäuser. "¡Que se calle la música, que no se me oye!", exclamaba encolerizado, según sus biógrafos Alberca y González. La vida mediterránea, que huye del recogimiento como de la peste, ha dibujado un país con fama de vocinglero donde los mejores versos se han escrito en los cafés. Siempre nos perseguirán el griterío, las palmas y el zapateado, los vivas y los bravos. También los tubos de escape trucados, los megáfonos de las manis, el colchonero lanero que sigue pregonando sus maravillas de pueblo en pueblo, el esmolet o Georgie Dann. Además de los berridos en los móviles, conversaciones impúdicas que te sonrojan en un vagón del AVE y descuartizan cualquier amago de concentración. Hay camareros cuya especialidad es apilar la loza y el cristal en el sagrado instante en que te dispones a remover el azucarillo en el café, ese instante de pretendida calma.

En otros países, el silencio es una especie de muro invisible que duele al romperse, hasta el punto de que en Inglaterra existe la figura del vigilante de noche, un detective dispuesto a perseguir los estruendos como un cazafantasmas. Aunque nos resistamos, la vieja idea de que el progreso es ruidoso se ha evaporado. En la Europa más sofisticada reina la misma densidad de silencio que en una biblioteca de provincias. España, no obstante, ocupa el glorioso segundo lugar como país más ruidoso del mundo detrás de Japón.

20-V-09, Joana Bonet, lavanguardia