´Los venenos del adiós´, Anton M. Espadaler

Los últimos días de la infeliz Eluana Englaro han servido para que el debate sobre las formas de la muerte volviera a las páginas de los periódicos. El asunto no es fácil y comprendo que suscite reacciones apasionadas, por lo que hubiera sido de agradecer que algunos no hubiesen importunado complicando aún más las cosas con sus intervenciones. Yo, que no sé nada del tema, me sorprendo de que se plantee como una novedad absoluta en suelo europeo, posible sólo gracias a los avances de la ciencia y a la difusión de un pensamiento materialista y ateo. En realidad, contemplando la cuestión con una cierta perspectiva histórica, lo que debe constatarse es que el asunto no nace en nuestros días, sino que vuelve a aparecer. Con maneras distintas, como es natural, pues distinto es también su fondo.

Uno de los textos más leídos durante mucho tiempo es la compilación que en nueve libros compuso Valerio Máximo allá por el año 30 d. C. bajo el título de Hechos y dichos memorables.En el libro segundo y en el lugar dedicado a la alabanza de las costumbres de los pueblos extranjeros, Valerio Máximo se refiere a los marselleses. Se dice de ellos, entre otras cosas, que en un edificio público se guarda un veneno, mezclado con cicuta, que se suministra a todo aquel que es capaz de hacer valer ante el consejo de gobierno de la ciudad - copuesto en la práctica por quince ediles-los motivos por los que "la muerte le es apetecible". Y añade: "No se da el veneno más que después de su examen, llevado a cabo con viril benevolencia, que no permite a nadie salir de la vida sin un justificado motivo, pero ofrece a quien lo desea un medio de morir tan dulce como rápido, a fin de que aquellos que han tenido demasiada buena suerte o demasiado adversa pongan fin a sus vidas con la aprobación del Estado".

Imagina ante el ejemplo Valerio que esta costumbre de los marselleses proceda de Grecia, pues él mismo fue testigo de un caso que sucedió en la isla de Ceos. Su protagonista era una mujer de noventa años, de condición distinguida, que expuso ante sus conciudadanos los motivos que la impulsaban a renunciar a la vida. Como creía que su muerte sería más gloriosa si la presenciaba Pompeyo, en cuyo séquito se hallaba Valerio, este no supo esquivar sus ruegos. Durante un tiempo trató, sin embargo, de disuadirla, pero al final, no pudiendo convencerla, cedió a su petición.

La dama se hallaba en plenas facultades físicas y mentales. Se recostó sobre su lecho engalanado, exhortó a sus hijas y nietos a vivir en paz y concordia, distribuyó su patrimonio, agradeció a Pompeyo su presencia, hizo libaciones en honor de Mercurio para que la condujera hacia los dioses que la esperaban, bebió y fue describiendo hasta donde pudo los efectos del veneno en su cuerpo. Todos se admiraron.

7-III-09, Anton M. Espadaler, lavanguardia