Cada aniversario más o menos redondo de la Constitución se repite el debate sobre la conveniencia de reformarla y resulta paradójico que los que más las critican y más ansia demuestran por cambiarla serían los que sin ninguna duda saldrían más perjudicados de una eventual reforma en profundidad de la ley fundamental española. Los que muestran una mayor insatisfacción suelen ser los nacionalistas periféricos de Galicia, de Euskadi o de Catalunya, mientras que son sus opuestos, es decir los dirigentes políticos más españolamente nacionalistas, los que agitan la Constitución española como si se tratara de un bate béisbol.
Y eso es así porque cualquier cambio constitucional que pudiera plantearse, más allá de las modificaciones sobre el orden sucesorio en la Corona, tendría como objetivo principal reforzar los poderes del Estado central frente a las autonomías y suprimir las diferencias entre nacionalidades y regiones que el texto de 1978 pudiera sugerir. Sería así por varios motivos. Primero, porque es lo que defienden los constitucionalistas del PSOE y del PP, empezando por el presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, Alfonso Guerra González. Segundo, porque el único cambio constitucional que se puede llevar a cabo es el que puedan pactar PSOE y PP que son los dos únicos partidos que hoy por hoy disponen de capacidad de veto. Y en tercer lugar, pero no el menos importante, porque la opinión pública española avalaría ese cambio y no otro contrario. Seguramente es ahí donde más duele, porque la Constitución nació con la idea de superar el concepto de la España nacionalmente uniforme que quiso imponer el franquismo, pero desde entonces sólo se ha circulado marcha atrás. Para mal o para bien, según el caso, España es hoy más nación que hace treinta años. El orgullo español ha superado algunas vergüenzas históricas hasta el punto que los campeones de la Copa de Davis proclaman su españolidad - "yo soy español, español, español..."-con una alegría que hace treinta años habría estremecido... Cualquier cambio que se planteara en el estatus jurídico-político sería necesariamente en la dirección dominante.
Visto desde Catalunya, el problema no es la Constitución y mucho menos su espíritu, sino el uso que se hace de ella. Todos los gobiernos desde 1978 sin excepción han utilizado sus instrumentos para evitar el flujo de poder del Estado a las autonomías previsto por la CE. Yel Tribunal Constitucional ha fallado sistemáticamente según la voluntad política mayoritaria que había en cada momento. En contadísimas ocasiones el Tribunal ha sentenciado contra el Gobierno de turno. ¡Ojo! Tampoco contra la mayoría parlamentaria dominante. Obsérvese que recursos de gobiernos del PSOE y del PP contra leyes lingüísticas de Catalunya ha habido varios, pero ninguno ha prosperado mientras los nacionalistas les sacaban las castañas del fuego.
Lo mejor de la Constitución de 1978 es su ambigüedad. Uno de sus redactores, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, ha llegado a dictaminar que el texto de 1978 no sería obstáculo ni siquiera para el ejercicio de la autodeterminación. Todo es cuestión de voluntad política. El día en que la voluntad de los catalanes sea inequívoca no habrá quien la pare, pero, mientras tanto, continuará imponiéndose la inequívoca voluntad política de los españoles.
7-XII-08, Jordi Barbeta, lavanguardia