´¿Qué Europa?´, Joan Ramon Resina

Cada vez más, los ideales democráticos de la Unión Europea están siendo puestos a prueba. Sin entrar en el lado social de las turbulencias financieras, cuyas consecuencias políticas aún tardarán en emerger, puede decirse que abundan los síntomas de desencaje entre la representación del proceso de convergencia europea y la conducta real de ciudadanos e instituciones de los estados miembros. Aunque la lista de desafecciones sería larga, solamente este año se han registrado el rechazo de Irlanda al proyecto de Constitución europea, el creciente unilateralismo de los gobiernos y la involución corporativista (y en el fondo nacionalista) de sus aparatos de Estado. Pero el síntoma más grave del deterioro de los valores democráticos es el aumento de las acciones contra los derechos de las minorías nacionales. El menosprecio de tales derechos, que llega incluso a intentar derogarlos, es un síntoma de que la concepción clásica de democracia agoniza en un nuevo clima político que bien podría ser también la despedida del interregno liberal iniciado con la distensión de la guerra fría en los años sesenta del pasado siglo.

El pasado mes de junio la Academia Francesa exigió la retirada de una cláusula que reformaba el artículo primero de la Constitución francesa a fin de reconocer los "idiomas regionales" que aún se hablan en aquel país. En opinión del ilustre cuerpo, reconocer tales idiomas como parte del patrimonio nacional ponía en peligro la identidad francesa.

Rigiéndose por la opinión de los savants,el Senado francés revocó la modificación del artículo por 216 votos contra 103, con una fuerte representación de la UMP de Sarkozy, de los comunistas, los radicales de Le Pen y el centroderecha entre el voto mayoritario. Reaccionando a esta explosión de patriotismo, la prestigiosa revista internacional Nature publicó una respuesta el 26 de junio titulada "Comédie Française".Para el autor del artículo la reacción de la Académie "desafía a la lógica". Según él, en un época en que la globalización amenaza con extirpar la mitad de las 6.000 o 7.000 lenguas del planeta, una corporación científica debería trabajar a favor de la conservación, no de la extinción. El conocimiento y la cultura, asegura Nature,están estrechamente imbricados con los idiomas dentro de los cuales han evolucionado. Por ello, la desaparición de un idioma no es sólo una pérdida para la comunidad que lo hablaba, es también la pérdida de esa comunidad para el género humano. El siglo XXI ha de superar la indiferencia ante la destrucción de la diversidad lingüística, incorporándola al derecho internacional en concepto de crimen contra la humanidad.

El pronunciamiento de la Académie se ramificó instantáneamente y al día siguiente dieciocho sabios españoles exigieron a su gobierno no ya el rechazo del artículo pertinente a derechos lingüísticos en el impugnado Estatut d´Autonomia de Catalunya, sino toda una reforma de la Constitución para retirar a los idiomas regionales la mascarilla de oxígeno con la que alientan desde la transición. Una vez más, España marcha al compás de Europa, pero ¿de qué Europa? Si esta liquida el espíritu liberal que condujo a la reconciliación francoalemana con el encuentro de Konrad Adenauer y Charles De Gaulle en la catedral de Reims el 8 de julio de 1963, lejano preludio del tratado de Maastricht, Europa involucionará a un chovinismo de consecuencias imprevisibles. Y en este proceso, cualquier señal de intolerancia que parta de Europa encontrará en España terreno fertilizado por décadas de agitación mediática.

En la propia Alemania, dos semanas antes del episodio de la Academia Francesa, Joachim Hunold, presidente de Air Berlin, dedicó a la lengua catalana un artículo editorial en la revista de la aerolínea en términos difíciles de imaginar hace pocos años. En este artículo, el señor Hunold deja patente su ignorancia, o su desfachatez, como le espeta el doctor Johannes Kabatek, catedrático de lingüística románica de la Universidad de Tubinga y presidente de la Deutsch-Katalanisches Gesellschaft, en una carta que hasta la fecha es la única respuesta emitida desde la abultada corporación de romanistas alemanes. Pero si el artículo del señor Hunold carece de interés filológico, interesa, y mucho, por lo que dice sobre la Europa que las grandes empresas están construyendo con el apoyo de los estados miembros.

Sólo por la voluntad de racionalizar el espacio europeo reduciendo al mínimo su diversidad lingüística - una gigantesca recalificación del territorio- puede explicarse su altivo ataque a la lengua catalana y su - a oídos españoles- lisonjera caracterización del castellano como el idioma de comunicación preferido por las personas inteligentes, como ya ocurría, según él, en tiempos del "emperador alemán Carlos V". Falto de tal currículum, el catalán no merece consideración, porque, como asegura el señor Hunold con toda propiedad, "no recuerda precisamente el idioma de un imperio mundial". Razones tan profundas suscitan preguntas urgentes. Por ejemplo, ¿es imprescindible que un pueblo conquiste otros a fin de mantener su idioma en la nueva Europa? La pregunta es retórica y la respuesta inquietante, porque el señor Hunold demuestra, en calidad de triunfador, que nada es tan cacófono como el rumor de los conquistados. Por ello rechaza con vehemencia topónimos como Eivissa y prefiere la eufonía de playa al autóctono pero malsonante platja.

¿Qué pudo impulsar al señor Hunold a descender de las alturas de su aerolínea a lanzar sobre las cabezas catalanohablantes sus documentadas opiniones en torno a la relación entre eufonía y poder? Muy sencillo: el gobierno autónomo de las islas Baleares elevó a su despacho presidencial una petición para que la aerolínea se mostrara sensible a los viajeros catalanohablantes en los vuelos con destino a las Baleares. Pretensión tan desmesurada puso a prueba la paciencia del señor Hunold, a quien le importa tan poco como a las aerolíneas españolas que la Constitución de este país reconozca la oficialidad del catalán en las Baleares, o que el Parlamento Europeo aprobara en 1992 una Carta para las Lenguas Regionales o Minoritarias que tiene rango de ley internacional y que ratificaron tanto España como Alemania. ¿Qué culpa tiene el señor Hunold de que unos provincianos depositaran sus esperanzas en resoluciones internacionales desprovistas de fuerza coercitiva sobre los estados? Tras la proeza de dotar los vuelos interiores en España con "por lo menos una azafata capaz de hablar en castellano", ¿puede exigirse a una empresa europea que además incorpore la atención en catalán a los vuelos destinados a Mallorca?

La contrariedad del señor Hunold es comprensible. Con la intensificación de la movilidad, la miscelánea cultural que siempre fue Europa se ha convertido en una molestia para todos excepto las poblaciones locales, que los nuevos europeos ven cada vez más como manchas en el paisaje. Y así como Filemón y Baucis, aferrados a su pequeña parcela, impedían a Fausto construir una atalaya para "escrutar el infinito", las culturas residuales, arrumbadas en el desván de las economías nacionales, son obstáculos que despejar. Pero una vez puesto en marcha el proceso, no se sabe dónde acabará. ¿Qué idiomas seguirán a las lenguas regionales a la guillotina a medida que se agudice la racionalización?¿Cómo será el paisaje cultural que verán los ojos europeos dentro de un siglo? Son preguntas que merece la pena plantearse cuando aún queda tiempo, pues, como sabía el general Stumm en El hombre sin atributos,la exigencia de ordnung y más ordnung conduce a un paisaje lunar.

Al señor Hunold no le bastó ofender a los catalanohablantes en su idioma; pretendió además avasallarlos con el argumento de que deben su desarrollo a otros europeos que graciosamente les remiten fondos de cohesión. Pero ¿es cierto que el aeropuerto de Son Sant Joan, tan útil a los viajeros alemanes en general y a Air Berlin en particular, no existiría sin la ayuda comunitaria? El señor Hunold pasa por alto el minúsculo detalle de que Catalunya y Baleares son contribuyentes netos a la Unión Europea, y que el nivel de solidaridad de estas comunidades con España excede con mucho el de Baden-Württemberg con el más pobre land de Alemania. El directivo de la aerolínea no parece saber que de haber actuado sola en lo que concierne a la inversión de sus recursos, Catalunya estaría hoy mucho más desarrollada y mejor conectada a Europa y al mundo.

La pregunta verdaderamente apremiante que suscitan conductas como la del señor Hunold y los miembros de la Academia Francesa es: ¿cuál será la Europa que se formará en el próximo medio siglo? ¿Será una que promueva la rica y diversa herencia cultural del continente, o una que discrimine entre culturas según criterios darwinistas? ¿Una que venere las tradiciones imperiales, o una que reconozca el vínculo entre democracia y autodeterminación en el seno de las estructuras comunitarias? A fin de cuentas, esta es la prueba decisiva para una democracia potente y unificadora. Porque el respeto de uno mismo se basa en el respeto a los demás; condición que las clases populares berlinesas entienden mucho mejor que los ejecutivos de sus grandes compañías. Cuando menos esto es lo que se desprendía de los carteles pegados por el Hertha BSC Berlin hace algunos años en lugares de la capital de la Alemania recientemente reunificada. Bajo las líneas que anunciaban el partido del Hertha contra el Barça, podía leerse: "Viene el Barcelona. Sé respetuoso. ¡Aprende catalán!". El Futbol Club Barcelona respondió a la falta de respeto de Air Berlin hacia su idioma oficial cancelando las reservas del equipo para el primer tramo del viaje a Estados Unidos. Por dignidad, justamente.

 

Joan Ramon Resina, jefe del departamento de Literatura Española y Portuguesa de la Universidad de Stanford, 28-X-08, lavanguardia