´Ideas que cantan´, Dagoberto Escorcia

Desconozco la razón por la cual cada vez que oigo hablar de himnos y banderas de forma automática pienso en palabras que me provocan cierta alergia: militar, patriota y nacionalismo. Nunca he entendido por otro lado los argumentos que han podido conducir a quien fuera el ideólogo de escuchar los himnos de selecciones deportivas antes de cada partido, ya sea amistoso o tenga carácter oficial. Como tampoco comprendo por qué cada vez que un piloto vence en un Gran Premio de fórmula 1 tiene que escuchar el himno de su país. ¿Es necesario?, me pregunto.

El Gobierno francés, molesto porque en el Stade de France algunos aficionados pitaron La marsellesa (himno oficial de Francia) antes del partido amistoso entre este país y Túnez, decidió de forma rápida y ligera que cada vez que la citada cancioncita sea abroncada por el público inmediatamente cancelará el partido. La idea chirría porque parece surgir de mentes oscuras, carcomidas por un tipo de esmalte que nada tiene que ver con el brillo de un país que siempre ha aparecido como uno de los más revolucionarios socialmente. Pero también es verdad que Francia si por otra cosa es mundialmente conocida es por el carácter chovinista de su población. De tal forma que no debería sorprendernos esta exaltación y defensa de un valor tan importante para el fanatismo patriótico de los franceses.

Pero puede que en ese sentido no sólo ellos aparezcan como los abanderados en la custodia de algo tan carca como los himnos nacionales. No ha habido organización deportiva ni gobierno de un país de este planeta que haya pensado en abolir los himnos y las banderas en los espectáculos deportivos. Yo esperaba que los franceses fueran los primeros en avanzar esta iniciativa como medida preventiva de posibles enfrentamientos entre aficiones. De esta forma, seguro que, por lo menos, se evita que los ministros que presencien un partido se sientan lastimados en su orgullo patrio. Así se terminarían el sofoco de los pitos, ni habría más solemnidades, ni motivos para que la prensa se fijara en si Fernando Alonso guarda compostura o no cuando suena el español, o si Sergio Ramos mira al cielo, reza o se pone la mano en el pecho.

El deporte es un espectáculo y como tal hay que afrontarlo. Son muchos los pueblos que han aprovechado himnos y banderas para reivindicaciones políticas, pero esta no debe ser la esencia de un partido de fútbol o de cualquier otra competición deportiva. ¿Verdad que no se ha visto todavía en un teatro que tenor, cantante o actor alguno haya tenido que ponerse firme antes de empezar su obra o concierto? Seguramente que los deportistas, protagonistas principales del show, elegirían un tema de moda antes que el himno de su país, algo parecido a lo que hacen los All Blacks en el rugby, que interpretan su danza particular. Ya me gustaría ver a Alonso pidiendo su canción preferida antes que el himno español, aunque probablemente él elegiría una de El Sueño de Morfeo, el grupo de su mujer. Pero mejor eso que el tachín-tachán de siempre.

La decisión, lejos de ser política, parece de confrontación y, además, autoritaria, y quien la ha tomado no se ha puesto ni por un momento a imaginar el escándalo que se armaría en el estadio por suspender un partido por ese motivo. Eso sí, el análisis en profundidad destaca por su ausencia. No se habla de estudiar las razones que llevan a un sector del público a pitar el himno, si son ciudadanos descontentos o se sienten poco representados por la canción. Desde luego, así cualquiera es gobernante. Igual que esos alemanes que para combatir el dopaje en ciclismo lo único que se les ocurre es suprimir la Vuelta a Alemania. Venga, matemos el deporte que así matamos el problema. Qué barbaridad.

19.X-08, Dagoberto Escorcia, lavanguardia