la (transcendent) ´guerra contra el terrorisme´ es dirimeix al Pakistan

La llamada guerra contra el terrorismo se dirimirá en Pakistán, como muy bien sabe Estados Unidos. El mismo sitio donde un acontecimiento inesperado - la captura o muerte de Osama bin Laden, o una orden de atentados contra intereses norteamericanos- podría dar un vuelco a la actual campaña presidencial. Por eso hoy, bajo presión de Washington, el Gobierno democrático de Pakistán expondrá por primera vez un programa completo de lucha contra el terrorismo, al que ya reconoce como un cáncer capaz de destruir el país.

Washington lleva meses apretando las clavijas para que el ejército pakistaní actúe contra Al Qaeda y los talibanes, con la amenaza de recurrir a sus propios medios. De ahí el número creciente de misiles lanzados por avionetas no tripuladas - de la CIA- y de escaramuzas entre tropas norteamericanas y guardias fronterizos. Uno de esos misiles mató el sábado a cinco presuntos terroristas en las zonas tribales. El pasado jueves, otros dos proyectiles norteamericanos mataron a nueve personas - seis de ellas árabes- en una casa en la que, minutos antes, se encontraban reunidos treinta dirigentes talibanes.

El candidato Barack Obama ha afirmado que, en caso de que el ejército pakistaní no golpee, aun teniendo la inteligencia para hacerlo, EE. UU. no dudará en violar las fronteras pakistaníes. John McCain también ha mostrado su voluntad de perseguir a Bin Laden "hasta el infierno".

Hay otros motivos para apretar las tuercas. Por un lado, los talibanes se están recuperando en Afganistán, gracias en parte a su refugio pakistaní. Por otro, tras una controvertida y carísima guerra contra el terrorismo,la salida de la Casa Blanca de George W. Bush quedaría menos deslucida si pudiera exhibir como trofeo la cabeza de Bin Laden.

Por todo ello, la última ofensiva del ejército pakistaní en una zona tribal - Bajaur- va en serio. Aunque la alternancia de treguas y de erráticas campañas militares ha desencadenado una oleada inédita de atentados terroristas suicidas. No sólo en las zonas pastunes, también en las grandes ciudades del país, hasta colocar a Pakistán por delante de Iraq en número de víctimas del terrorismo.

"No vamos a correr con los galgos y con las liebres", manifestaba recientemente en Nueva York el nuevo presidente pakistaní, Asif Ali Zardari. Una forma gráfica de expresar su voluntad de ruptura con la ambigua política de su antecesor, el general Pervez

Musharraf, respecto a los talibanes. No obstante, la voluntad del viudo de Benazir Bhutto podría no bastar, en un país dominado casi desde su fundación por el ejército. Por eso, igualmente rupturista ha sido su declaración de que "India no es ni ha sido nunca una amenaza para Pakistán". Algo que desautoriza la tutela que el ejército ejerce sobre todas las esferas de la vida pública, amparándose en esa supuesta espada de Damocles.

Por último, Zardari ha declarado que los que ponen bombas en la Cachemira ocupada por India son terroristas, poniendo en entredicho veinte años de apoyo y entrenamiento, por parte de los servicios secretos pakistaníes (ISI). Aunque luego se viera forzado a retractarse de sus afirmaciones, el mensaje ha calado en EE. UU. e India. Y es que sólo un redoblado apoyo norteamericano y un deshielo con el poderoso vecino puede salvar a Pakistán del abismo. Las reservas del banco central sólo bastan para pagar importaciones de dos meses. Y la rupia pakistaní se ha hundido.

El primer ministro Raza Gilani intentó incluso poner a los servicios secretos bajo la tutela del Ministerio del Interior, pero tuvo que echarse atrás a las pocas horas. Aunque hace dos semanas, el jefe del ejército, Parvez Kiyani - él mismo jefe del ISI anteriormente- nombraba un nuevo jefe del espionaje, menos sospechoso de simpatías talibanes.

Aunque ahora parece que son las potencias occidentales las que empiezan a moverse en el sentido deseado por el ISI. Se vuelve a hablar de "talibanes moderados" susceptibles de dialogar y de ser integrados en el Gobierno afgano. El propio hermano del presidente afgano Hamid Karzai se reunió recientemente con talibanes, bajo los auspicios de Arabia Saudí, en una reunión en la que también estuvo Nawaz Sharif, líder de la opositora Liga Musulmana de Pakistán.

Esta ecuación de poder - los talibanes participando en el gobierno en Afganistán y el conservador Sharif en Pakistán- se acerca mucho más a las preferencias saudíes y de la cúpula militar de Rawalpindi. Pakistán, Arabia Saudí y los Emiratos fueron en su día los únicos estados que reconocieron al régimen fanático talibán.

El portavoz de Sharif en el Parlamento se preguntaba el viernes si la ofensiva contra los talibanes locales es buena para Pakistán o sólo para Estados Unidos. El mismo día, un atentado volaba las instalaciones de la brigada antiterrorista en Islamabad.

La palabra de moda en el Pentágono es FATA (áreas tribales de administración federal, en sus siglas en inglés). Una extensa franja contigua a Afganistán, formada por siete divisiones, con una extensión algo menor a la de Catalunya y una población cercana a los cuatro millones. Pakistán ha tenido oportunidad de integrarla en la provincia del Nordeste, de población igualmente pastún, pero el ejército ha preferido mantenerlas al margen de la ley pakistaní y del poder civil, como plataforma para sus guerras sucias.

Allí se refugia la plana mayor de Al Qaeda y de los talibanes, que golpean a las tropas de la OTAN en Afganistán y a militares, policías y civiles en Pakistán. Las relaciones entre estos grupos armados y el establishment pakistaní, que fueron de colaboración hasta el 2001, están lejos de haber desaparecido.

Si en los años 80 fue la retaguardia de los muyahidines que echaron a los soviéticos de Afganistán, y en los noventa la plataforma de lanzamiento de los talibanes, ahora estos últimos aspiran a expulsar a Estados Unidos y derrocar al Gobierno "proamericano y proindio" de Karzai.

Las FATA no se han convertido en el agujero negro de la seguridad mundial de la noche a la mañana. Cuando la Alianza del Norte derrotó a los talibanes con apoyo aéreo norteamericano, a finales del 2001, Pakistán hizo la vista gorda a la infiltración de militantes talibanes y de Al Qaeda. Algunos caudillos locales se enriquecieron sacando a Bin Laden, el mulá Omar y otros peces gordos. Waziristán se convirtió en su destino predilecto. Tomaron esposas locales. Así se granjearon la fidelidad de sus tribus, tan apegadas a sus códigos de hospitalidad como a los sacos de dólares de Al Qaeda. Los talibanes afganos convirtieron la capital de Beluchistán, Quetta, en una ciudad talibán, con áreas impenetrables para la policía. Y el servicio secreto pakistaní (ISI) ignoraba la compra de cientos de motos al contado o de miles de teléfonos móviles.

Los talibanes han afianzado su control en las FATA con crueldad, asesinando a cientos de líderes tribales cómplices del Gobierno. Algunas tribus empiezan a rebelarse, como en Orakzai. Aunque la respuesta talibán puede ser fulminante: más de ochenta personas murieron el pasado viernes cuando un terrorista suicida hizo estallar su vehículo frente a una reunión tribal que pretendía organizar una milicia antitalibán.

Para Bin Laden, fue un regreso a los orígenes: allí fundó Al Qaeda, alistando a árabes para combatir a los soviéticos. Las FATA se llenaron de madrazas fundamentalistas para chicos pastunes. El germen de los talibanes, a los que el ISI apadrinó hasta que conquistaron Kabul.

Pero el 11-S obligó al dictador Musharraf a escenificar un cambio de rumbo. Mientras entregaba a decenas de supuestos números tres de Al Qaeda, toleraba a los talibanes afganos, para cuando llegara la ocasión de volver a influir en Afganistán. Cabe añadir que ningún gobierno afgano ha reconocido nunca la línea trazada en época británica que divide a los pastunes de uno y otro lado. Pakistán apoya a los talibanes porque no cuestionan dicha frontera.

Más de 110 milicianos talibanes murieron en los últimos enfrentamientos de las guerrillas contra un combinado de fuerzas afganas y de la OTAN en el sur de Afganistán. Tras varios ataques insurgentes, las fuerzas de la coalición lanzaron un amplio ataque con tres días de bombardeos sobre la región de Nad Ali. En la principal batalla, al menos 65 milicianos talibanes fallecieron en un asalto aliado en la provincia de Helmand, según informó el portavoz de la gobernación provincial, Daud Ahmadi. Entre los fallecidos se incluía el líder del grupo guerrillero abatido, el mulá Qudratula, y no se registraron bajas entre las tropas aliadas. Los milicianos, según dicho portavoz, se preparaban para atacar la capital de Helmand, Lashkar Gah, a última hora del sábado. Sin embargo, las tropas lograron interceptar a los guerrilleros, e iniciaron el enfrentamiento. Pese a la crudeza de la batalla, no se registraron víctimas civiles.

13-X-08, J.J. Baños, lavanguardia