´Catalunya resignada´, Xavier Bru de Sala

Catalunya va dejando de estar perpleja para asumirse, así parece, como país resignado. La lección de estos últimos años, ya casi aprendida, es que, por mucho que forcejee, siempre cae más fuera que dentro del saco de sus aspiraciones y necesidades. El diagnóstico de los sociólogos llega un poco tarde. Cuando, en ocasión del pacto de la Moncloa, pasamos el listón del nuevo Estatut por debajo, después de haberlo puesto tan arriba, entonces sí hubo perplejidad. Pero ahora estamos en condiciones de comprender mejor los vectores de la propia debilidad. Si miramos en derredor, observamos como en todas partes la política es extraordinariamente dinámica, con cambios y nuevas propuestas constantes, mientras la catalana parece encallada en una cansina cantilena, en una constante tensión con el poder central cuyo objetivo de fondo, para los partidos catalanistas, consiste más en conquistar el poder de la plaza Sant Jaume o mantenerse en él que conseguir mejores niveles de autogobierno. Así nunca se dedicarán las energías principales a hacer política en Catalunya con los instrumentos de Catalunya. Una posible interpretación, tanto de la larga batalla por el Estatut como de las anteriores reivindicaciones, y también la presente por la financiación, las tacharía, no del todo injustamente, de instrumentos en las luchas partidistas catalanas, con la unidad de los catalanistas como pantalla o cortina detrás de la cual no hay más que rifirrafe y cálculo electoral.

Llevamos así más de un cuarto de siglo. Es probable que vaya para largo. Depende, en buena parte, del resultado de la actual batalla de la financiación, planteada por el president Montilla en distintos términos, pero encajada desde el Gobierno como si nada. Si al final las amenazas resultan creíbles, habremos entrado en otra etapa, algo más seguros de nosotros. Si es como siempre, si el sistema político del catalanismo sigue apelando al lobo sin que comparezca ni un ratón, entonces sí entraremos en plena etapa histórica de resignación. ¿Hasta cuándo? Quien tenga una bola de cristal, que la interrogue. Es probable que la resignación provenga, más que de la impotencia, del temor a pasarse de rosca en caso de reacción. Por ensayar una metáfora, cuando más se tensa un muelle, y la presión española sobre el catalanismo sigue aumentando, más difícil es soltarlo, porque entonces puede ir a cualquier parte, incluso contra la cara de su legítimo y, entonces sí, asustado y perplejo propietario. Tal vez Catalunya sigue siendo una nación, porque aquí no se antoja posible una reacción como la de Chaves, el presidente andaluz, que se plantó ante Aznar y le hizo soltar prenda. Aquí, sigue planeando la sombra de la desmesura que arrebató a Companys. Para evitarla, la receta conocida y comprobada es la resignación, no la pasividad. Los catalanes, en conjunto, seguimos siendo imaginativos, industriosos y, por qué no decirlo, buenos aprovechadores de las oportunidades.

Si es dañina para el amor propio, que lo es, la resignación tiene sus contrapartidas en otros aspectos, o por lo menos no echa por tierra las ventajas naturales o seculares que tiene Catalunya. Por ejemplo, la debilidad de los liderazgos, que se ha descrito erróneamente como un sanísimo andar a la intemperie, sin que la Administración se inmiscuya en el libre albedrío de cada cual. Eso se está acabando, en parte porque la escasez del poder de la Generalitat vuelve a los altos cargos demasiado ordenancistas y metomentodo, lo cual no deja de inquietar un poco al espíritu anarcoide y burgués, tan agradable, compartido por la mayoría de los catalanes. En cambio, la lejanía o escasez de la cobertura institucional sigue ahí. El liderazgo de Pujol llegó a ser fuerte, bastante fuerte. Luego fue declinando y se diría que hemos quedado vacunados. Y así andamos, añorando el Estado protector, la autoridad impertérrita, y al mismo tiempo disfrutando, mientras podamos, de su ausencia o lejanía.

De vislumbrar algún apunte de balance concluiríamos, con datos en la mano, que estamos mejor pertrechados que el conjunto de España, salvo Euskadi, para afrontar la crisis. Por la diversificación de la economía, por la solidez del sector servicios, por la situación geoestratégica en este bien situado, aunque no del todo bien comunicado, rincón del Mediterráneo. Esto, como aquello, se debe en buena parte a una de las mejores y menos pregonadas virtudes de los catalanes, la flexibilidad. La ausencia de rigidez, en contraste con el empecinamiento de los verdaderamente poderosos, seguros de su poder y obstinados en mantenerlo, tal vez no sea exactamente una virtud, pero permite adaptarse a las circunstancias, por poco adversas que resulten, sin resquebrajarse la crisma.

La resignación es un aspecto, no el más brillante pero sí coherente, de la flexibilidad. Que tenga un componente de cobardía sólo sería criticable desde ópticas premodernas. En la medida que el diagnóstico no sea del todo erróneo, habremos ganado realismo, no fuerza. Pronto lo sabremos.

12-IX-08, Xavier Bru de Sala, lavanguardia