´Los Juegos de Moscú´, Pascal Boniface

En 1980, las dos superpotencias estadounidense y soviética debían repartirse los Juegos. Los de invierno en Lake Placid y los de verano en Moscú. Era el reflejo a nivel olímpico del condominio político, ese reparto de poder mundial entre Moscú y Washington. Pero la distensión declinaba. Había conocido su apogeo en 1972 con ocasión de la gran cumbre de Moscú en la que se firmaron los acuerdos de limitación de armas nucleares e incluso el año anterior cuando se concedieron los Juegos de 1980 a las dos superpotencias.

En noviembre de 1979 se produjo la toma de rehenes en la embajada estadounidense en Irán. En diciembre de ese año, la URSS invadió Afganistán. Desde 1975 los rusos colocaron sus peones en África a través de Cuba. En Nicaragua los sandinistas, cercanos a Castro, tomaban el poder. El presidente Carter, que quería ser reelegido en noviembre de 1980, se hallaba en posición delicada; fue acusado de debilidad por haber cedido terreno ante la amenaza soviética. Carter reaccionó e impulsó al alza el presupuesto militar estadounidense. Su decisión fue contraatacar espectacularmente en el territorio simbólico del olimpismo: dijo que para Brezhnev los Juegos constituían una gran gesta de comunicación interna y que si se resolvía un boicot se vería afectada la credibilidad del régimen. La población soviética sería consciente de la impopularidad internacional del régimen.

En tales circunstancias, la prensa norteamericana comenzó a establecer un paralelismo entre los Juegos de Moscú (bautizados Juegos de Gulag pese a que estos campos habían desaparecido años antes) y los de Berlín.

Carter quería convertir el boicot a los Juegos de Moscú en la prueba de su voluntad de detener el expansionismo soviético. El 21 de enero de 1980, Washington lanzó un ultimátum. Si el Ejército Rojo no se retiraba al cabo de un mes de Afganistán, Estados Unidos no enviarían su delegación a Moscú. Y pidieron a sus aliados que siguieran su ejemplo.

El Comité Olímpico Internacional se halló en posición muy incómoda. Temía que el principio mismo del olimpismo estuviera en peligro. El 12 de febrero decidió - por unanimidad- que "los Juegos Olímpicos deben celebrarse en Moscú, como está previsto". La prensa estadounidense le acusó - incluidos los dos representantes de EE.UU.- de haber "cedido a las presiones comunistas".

La URSS se enfrentaba a una situación en la que ni siquiera se planteaba ceder. No podía dar marcha atrás en una decisión tan importante ni capitular ante el ultimátum estadounidense. Mientras, la popularidad de Carter dio un salto, del 23% al 53% en opiniones positivas. El Comité Olímpico estadounidense cedió a las presiones del poder de la prensa y de los patrocinadores. El 13 de abril decidió no enviar delegación a Moscú. El 30 de julio de 1980, mientras se celebraban los juegos en Moscú, Carter envió a los 400 seleccionados estadounidenses una medalla de oro acuñada para la ocasión.

Ochenta países boicotearon los Juegos, entre ellos 29 musulmanes, en apoyo de sus correligionarios afganos. España, Italia, Francia, Bélgica y el Reino Unido - cuyo comité Olímpico no siguió la recomendación de boicot de la señora Thatcher- estuvieron presentes en Moscú, pero desfilaron bajo la bandera olímpica y no con sus banderas nacionales. La URSS fue la primera en la clasificación general de medallas, seguida de la RDA. Bulgaria obtuvo el tercer puesto, seguida de Cuba, Hungría, Rumanía y Polonia. La URSS y la RDA cosecharon 127 medallas de oro sobre un total de 204.

Tras los principios esgrimidos, internacionalistas o morales, Carter quiso por encima de todo efectuar una operación de política interna. No obstante, su intento no bastó para reportarle la reelección. En cuanto a la ciudadanía soviética, el boicot fue generalmente interpretado como un intento de humillar a su país y negar sus éxitos. Factor que más bien propició que la población volviera a soldarse - provisionalmente- en torno al régimen de Brezhnev.

17-VIII-08, Pascal Boniface, lavanguardia