´No le llamen debate´, Sergi Pāmies

El debate sobre la economía española entre Pedro Solbes y Manuel Pizarro (Antena 3) empezó con fair-play y educación. Plató inmaculadamente pálido con cronómetros gigantes cuantificando lo pactado y un arranque de Pizarro reconvirtiendo el antiguo mantra aznariano en "España no va bien". El moderador, Matías Prats, estuvo, como siempre: bien. Igual te modera un debate que participa en una retransmisión coral del Territorio Champions. En este caso, tuvo una ventaja: no le tocó moderar nada porque aquello no fue un debate sino un intercambio de argumentaciones sin derecho a réplica.

Por más que la economía nos afecta a todos, convertirla en espectáculo televisivo resulta difícil. Enseguida se vio que Pizarro tiene un problema: habla demasiado deprisa y dice demasiadas cosas. Su torrencial discurso incluye cifras, comparaciones, referencias, ironías, anécdotas, recuerdos personales. Solbes, en cambio, desarrolló su cadencia habitual de cifras positivas en un tono algo somnoliento que contrastaba con el acelerado dinamismo de su rival. En este sentido, ambos deberían aprender de Xavier Sala i Martín y amenizar cromáticamente el plató con algún atrevimiento en forma de americana estridente. Cuando entró al detalle, Pizarro se mostró más convincente y contundente. Sus comparaciones de precios eran como dardos que, en lugar de clavarse en la diana que constituía Solbes, caían al suelo ante la mineral indiferencia del ministro.

Eché de menos que la realización incluyera una banda inferior en la pantalla con frases célebres sobre economía. Por ejemplo: "Recesión es cuando tu vecino se queda sin empleo, depresión es cuando lo pierdes tú" (Ronald Reagan). Quizá por falta de práctica, o por seguir una estrategia previamente pactada, Pizarro se mostró más seguro defendiéndose que atacando y cayó en la tentación de la demagogia de vía estrecha. Solbes lo aprovechó y, contrariamente a lo esperado, contraatacó. Desde un punto de vista estrictamente televisivo, creo que Solbes ganó el invento por puntos. Los dos estuvieron elegantes y educados, dos características muy poco televisivas pero que te reconcilian con una concepción civilizada de la política. Si se hubieran insultado o pegado, habrían tenido más cuota de pantalla, pero, puestos a elegir, prefiero que los ministros y los candidatos a serlo se expresen con un educado aburrimiento a que se despellejen a grito pelado.

23-II-08, Sergi Pàmies, lavanguardia


LA democracia está sujeta no sólo al imperio de la ley, existen también algunos rituales cívicos que contribuyen a consolidar lo que consideramos una cultura política basada auténticamente en el pluralismo político. En periodo electoral, ello adquiere mayor entidad, pues la llamada a las urnas intensifica y reclama un mayor protagonismo de quienes nos representan. En este sentido, los debates televisados son momentos álgidos en toda campaña. Este tipo de duelos plasma ante el gran público, incluso el menos politizado, esos elementos importantes que se desprenden de los discursos y los gestos de los líderes: credibilidad, convicción, empuje y visión. O bien la ausencia de estos.

Lejanos ya los tiempos de los mítines masivos en las plazas de toros, la política de hoy tiene en la televisión el foro más potente de proyección, aunque es un error muy común considerar que el ejercicio de la actividad política se limita únicamente a la pequeña pantalla. Los liderazgos más exitosos saben utilizar bien las cámaras, pero se construyen en el constante fuera de campo, allí donde se exige una presencia real en la sociedad, sin mediación. Dicho esto, a la hora de comparar ideas en una liza democrática, la televisión permite que hasta el más mínimo detalle de los contendientes sea arrojado con precisión escrutadora a millones de hogares.

Desde las presidenciales estadounidenses de 1952, que enfrentaron al republicano Eisenhower y al demócrata Stevenson, el uso de la televisión ha ido conquistando importancia en las democracias. El debate televisado de 1960 entre Nixon y Kennedy, en una campaña que ganó el segundo, confirmó que los nuevos líderes también deben ser telegénicos, además de exhibir los atributos clásicos de quien aspira a dirigir un país. La joven democracia española ha sido muy reacia a los debates en televisión, sobre todo en las elecciones generales. Sólo existe el precedente de los dos protagonizados en 1993 por el entonces presidente González y su adversario Aznar. Ha tenido que transcurrir más de una década desde entonces para que los dos partidos con opción a alcanzar la Moncloa hayan aceptado una nueva confrontación catódica, esta vez entre el presidente José Luis Rodríguez Zapatero y el líder y candidato del PP, Mariano Rajoy. Esta noche se celebrará el primero, y el 3 de de marzo tendrá lugar el segundo, ambos organizados por la Academia de la Televisión y emitidos por las cadenas que así lo han decidido.

Sin dejar de considerar positiva esta profusión de debates, el exceso de prevenciones de los partidos tiende a convertirlos en una sucesión encorsetada de monólogos paralelos más que en un vivo intercambio de posiciones, que es lo que espera el telespectador y votante. Por otro lado, este formato a dos deja fuera otras opciones políticas que, posteriormente, acostumbran a ser determinantes para forjar una mayoría gubernamental, algunas de las cuales son, a su vez, mayoritarias en territorios como Catalunya y el País Vasco. Con todo, es un magnífico signo de madurez democrática el hecho de que los que aspiran a vencer en las urnas se dispongan a comprometerse, en directo, ante millones de ciudadanos.

25-II-08, lavanguardia